Por Diego Fischerman
El género histórico remite de manera casi obligatoria al pasado. Sin embargo, en las películas de Theo Angelopolus �muchas de ellas efectivamente referidas al pasado�, en lo que se bucea es en la naturaleza histórica de la realidad actual. Y en la música que Eleni Karaindrou escribió para cada uno de estos films (particularmente para las de La mirada de Ulises y La eternidad y un día, que se estrena mañana en Buenos Aires) sucede casi exactamente lo mismo. Esta etnomusicóloga recibida en París, antes pianista graduada en el Helenikon Odion �y compositora de canciones populares que se hacían famosas en la voz de Maria Farantouri� y más tarde fundadora del Laboratorio para el Estudio de los Instrumentos Tradicionales de Atenas, crea un mundo sonoro hecho de pequeños leit-motifs, de instrumentaciones adelgazadas hasta el límite de la transparencia, que evocan lo folklórico sin citarlo. Que sugieren el pasado sin parodiar el pasado y desde un mundo absolutamente presente.
Oboe, mandolina o acordeón, junto a una orquesta de cuerdas o una danza nupcial de Salónica, construyen una trama de gran hermosura. Tal como sucede con las imágenes de Angelopolus, todo habla de la realidad cultural de los Balcanes. Podría decirse que en la música que Karaindrou piensa para Angelopolus se refiere una Grecia imaginaria. No hay textualidad ni transcripciones (salvo en algún caso excepcional como el de la procesión en La mirada de Ulises o en la nombrada Danza nupcial de La eternidad y un día); faltan los pintoresquismos à la Zorba. De lo que se trata, en todo caso, es de una aproximación más esencial, más ligada a los ríos subterráneos que alimentan una cultura que a sus siempre engañosos signos aparentes. La música de Karaindrou, eventualmente, es griega sin la ayuda de buzoukis ni ritmos de postal para turistas. Las músicas que ella escribió para estas películas, editadas en CD por el sello alemán ECM, son tan indudablemente griegas como Omero Antonutti, Harvey Keitel, Marcello Mastroianni o Bruno Ganz personificando a los protagonistas de Angelopolus. La extranjeridad, en todo caso, no es un inconveniente para apropiarse de una cultura, por lo menos para Angelopolus y Karaindrou, sino todo lo contrario. Los años en París fueron los que le permitieron a la compositora tener un mayor acercamiento con esos ríos subterráneos, con la cultura exenta de folklorismos y despojada de señales externas.
Borges decía que la prueba de que el Corán era un libro árabe debía buscarse en la ausencia de camellos. Un extranjero que quisiera mostrar su (des) conocimiento de Arabia llenaría su relato con los buenos rumiantes, mientras que para un árabe pocas cosas podrían resultar más aburridas y poco reveladoras. Y Karaindrou, exiliada desde 1967, en que debió huir con su pequeña hija, perseguida por la Junta Militar, hasta 1974 en que regresó a Atenas, omite maravillosamente los camellos. Lo suyo es música, nada más. La música de una autora nacida en Teichio, en el medio de la montaña, que todavía recuerda �las rondas de los chicos del pueblo mezcladas con el silencioso sonido de la nieve�.
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