Por Horacio Bernades
Con el estreno en Capital de Los Pintín al rescate y Corazón, las alegrías de Pantriste, el cine argentino de aspiraciones industriales renueva su apuesta a la animación, apuntando al muy lucrativo mercado infantil. En el rincón de Los Pintín... se alinea Patagonik Film Group (cuarta incursión en el rubro, luego de ambas Dibu y Cóndor Crux), ladeado por Polka y Artear. Detrás de Pantriste, los responsables de la multimillonaria Manuelita: García Ferré Entertainment y Telefé. El combate de fondo durará hasta el final de las vacaciones de invierno y más allá, e incluye a los dos colosos imperiales, Disney y Dreamworks, que ya salieron a la misma cancha con Dinosaurio y El camino a El Dorado.
Que el español Manuel García Ferré sigue siendo quien marca el paso en la materia queda claro viendo Los Pintín al rescate. Que, siendo la película de �la contra�, llamativamente parece ir al pie de la fórmula García Ferré. Esto se nota a los pocos minutos de comenzada la película de Patagonik y sus socios, cuando resuena por primera vez, como un trueno, la voz de Alfredo Casero. El actor de �Vulnerables� tiene a cargo el personaje de Cacho, que se dedica a capturar animales junto con su secuaz Tacho. Ambos, tan arrabaleros como Pucho, la creación de García Ferré. La misión de Cacho y Tacho es transportar el bicherío hasta la isla donde sienta sus reales el malvado Jorba Tarjat, científico loco al que le pone voz Arturo Maly y que hace experimentos raros con animales. Junto con especies varias, Cacho y Tacho secuestran a Luna, la menor de la familia Pintín, y ponen proa a la isla. Los Pintín son, como sabrán quienes hayan visto alguno de sus micros en Canal 13, una familia de pingüinos.
Guiados por el abuelo Fierro, que calza boina y bufanda, toda la familia pingüina va al rescate de la secuestrada Luna, y todos irán a parar a la isla de Jorba. Como un Circe en versión masculina, Jorba practica horribles mutaciones zoológicas. Tuerto y de bigote anchoíta, su aspecto recuerda demasiado al Capitán Garfio de Peter Pan, así como otros animales que andan por la isla parecen escapados de la fábrica Disney. Aunque sus mutantes resulten infinitamente menos imaginativos de lo que deberían, Jorba es, al menos en potencia, un personaje interesante. No puede decirse lo mismo de los sosos Pintines, a años luz del Pingüino de Batman. Si Cacho y Tacho parecen clones de Pucho, García Ferré no se priva de incluir el original en Corazón, las alegrías de Pantriste, junto con otro montón de criaturas de probada repercusión. Desde Neurus y Cachavacha hasta,faltaba más, ese bicho de improbable especie y aún más improbable inteligencia llamado Larguirucho.
Todos ellos rodean a Pantriste y familia, integrada por Panduro, Pandulce, Panflauta y así, hasta agotar la lista de productos de panificación. La acción de Corazón... tiene lugar en la Edad Media, donde un grupo de leñadores es expoliado por el rey Neurus I. Contra quien, por supuesto, terminarán rebelándose. Hijo de un leñador tosco pero bueno, Pantriste es un niño �distinto�, poco dotado para el hacha, pero un artista con su violín. Tanto, que cada vez que toca, hace sonar toda una orquesta de cuerdas. Para ello cuenta con la ayuda del gnomo Mignon, enanito de jardín que le transmite la fe en la magia (blanca, obviamente) y otras lecciones de vida dirigidas, por elevación, a los pequeños espectadores. Aunque aliviado por la intervención de Neurus, Pucho y compañía, hay en Pantriste, como siempre en los productos García Ferré, un tono sentencioso, cursi a más no poder, poblado de voces almidonadas que hablan de �tú�. El conjunto deja la fea sensación de estar asistiendo a un acto escolar de años ha.
Debe reconocerse que Los Pintín... están libres de ese peso, tanto como de los referentes anquilosados que en García Ferré son marcas de fábrica y que en Corazón... aparecen bajo la forma de criollismos varios, cierta pinacoteca en la que Zurbarán se codea con Molina Campos y un bosque donde los hombres salen a hachar y a las mujeres no se les ocurre otra cosa que cocinar o lavar platos. Si Los Pintín... hacen agua, es por culpa del escaso desarrollo de personajes y situaciones, escenas sin resolver y hasta canciones que quedan incompletas. El producto Patagonik abunda en diálogos que reiteran lo que cualquier niño del público ya entendió varios segundos antes, así como en músicas desangeladas y llenas de letras vacías. Teniendo en cuenta el denunciado antecedente de Manuelita, convendrá vigilar el presupuesto de ambas películas. No sea cosa que, además de las imperdonables desprolijidades técnicas (en Corazón... llega a verse la marca de la cinta scotch, al costado izquierdo del cuadro), también las cuentas den mal.
�EL CAMINO HACIA EL DORADO�, DEL SELLO DREAMWORKS
Un largo viaje hacia un no lugar
Por Martín Pérez
Luego del éxito artístico de HormiguitaZ y el fracaso de El príncipe de Egipto, el último gran lanzamiento animado del sello Dreamworks es de una sencillez decepcionante. Reservando grandilocuencias y ambiciones sólo para las estrategias de marketing, El camino... es un dibujo animado que se apoya casi exclusivamente en las voces de Kenneth Branagh y Kevin Kline y en las canciones de Elton John y Tim Rice, cuatro nombres que se pierden en el obligado doblaje, con lo que apenas si quedan las frases de los afiches como para entusiasmar en castellano.
A la manera de las películas del viejo Hollywood, El camino... se refugia en el carisma de sus dos protagonistas en busca de aventuras exóticas a la hora de entretener durante un viaje sin demasiadas exigencias. No hay en este film pretensión histórica alguna que vaya más allá de la demonización de Hernán Cortés �que, por otra parte, apenas si pone cara de malo durante todo el metraje, sin desenvainar su espada en ningún momento�, y el anuncio de la búsqueda de El Dorado. Hacia allí se dirigirán, casi sin quererlo, Tulio y Miguel, que llegarán a América en bote y con un caballo a cuestas (el gracioso Altivo), descubrirán El Dorado y, por supuesto, lo perderán para ganarse la aventura. Poco hay, sin embargo, de alimento para los ojos en este a priori tan ambicioso plan. Si Dinosaurio, por poner un ejemplo, utiliza la animación para poner a su público ante un acontecimiento muchas veces narrado, pero jamás visto (como la caída del meteorito que causó su extinción), para Dreamworks la mítica ciudad de El Dorado apenas si califica como lujoso hotel temático -y kitsch� de Las Vegas.
Theo Angelopoulos parte en
busca del tiempo perdido
Por Luciano Monteagudo
Aunque La eternidad y un día lleva sobre sí la marca del deceso de dos entrañables amigos del director griego Theo Angelopoulos �Gian Maria Volonté, Marcello Mastroianni� no es necesariamente un film sobre la muerte, como se ha ocupado de aclarar el propio cineasta. Por el contrario, se diría que La eternidad y un día es un film que sale busca del tiempo perdido, una película sobre la importancia del recuerdo de aquellos instantes de felicidad �simples, a veces fugaces� que depara una vida y que vale la pena recuperar un día, para siempre.
Se sabe que Angelopoulos comenzó a pensar en su nueva película mientras trabajaba en La mirada de Ulises (1995) cuando Volonté murió en pleno rodaje. Con el guión ya listo, el primer actor que imaginó en la piel de su protagonista fue Mastroianni, con quien Angelopoulos había trabajado antes en El apicultor (1986) y El vuelo suspendido de la cigueña (1990). Pero para entonces Marcello ya estaba muy enfermo, a punto de morir. Finalmente, Angelopoulos se decidió por Bruno Ganz, el magnífico actor de Wim Wenders y Alain Tanner, que en La eternidad y un día se hace cargo de un hombre que está, precisamente, por emprender su último viaje, un viaje que va demorando por que no sólo lo ata a la vida la memoria de su mujer, de sus libros, del mar sino también la realidad de un chico de apenas ocho o diez años, un pequeño inmigrante clandestino albanés, al que rescata de un destino incierto y con el que recorre las calles húmedas y el puerto gris de Thessalonika.
La eternidad y un día �premiada con la Palma de Oro del Festival de Cannes 1998� marca un giro en la obra de Angelopoulos, una nueva dirección hacia un cine más íntimo, menos épico que el que solía hacer hasta ahora. A diferencia de La mirada de Ulises y sobre todo de O Megalexandros (1980), sus dos únicos films estrenados previamente en Argentina, aquí el director se olvida en parte de los grandes procesos históricos que siempre fueron su preocupación para concentrarse en cambio en el repaso de la vida de un hombre antes de su muerte. El estilo de Angelopoulos, sin embargo, sigue siendo un poco el mismo, porque aún en la esfera de lo individual resuenan ecos colectivos, universales. Allí están entonces, una vez más, sus infinitos planos-secuencia, atravesados ahora por la figura de su agonista, un escritor que busca �palabras perdidas, olvidadas en el silencio�. En una misma toma, sin cortes, Angelopoulos es capaz de unir el melancólico presente del personaje, algún recuerdo luminoso como una mañana de verano y también alguna fantasía oscura, como ese viaje a la frontera �las fronteras son una obsesión del director griego, empeñado en derribarlas� en el que vislumbra la tragedia de los Balcanes.
No se puede negar la maestría de Angelopoulos, el poder muchas veces hipnótico de sus imágenes, la deliberada teatralidad con que pone en escena los rituales familiares. Como su protagonista, su cine siempre se resiste a irse, como si Angelopoulos no pudiera interrumpir el flujo devida que se establece en cada toma y quisiera robarle siempre un momento más al tiempo. Pero estas virtudes que hacen de su cine un cuerpo de obra de una personalidad inconfundible también conllevan el peso de cierta fatuidad, de una excesiva carga simbólica, no siempre lograda. Una misma secuencia �como la del espectral viaje en ómnibus del poeta y su pequeño amigo� puede ofrecer al mismo tiempo cimas y abismos, como ese muchacho solitario que sube con una bandera roja arriada, cansado de tantas derrotas, y en el otro extremo un conjunto de jóvenes músicos que parecerían representar torpemente una idea muy obvia de belleza y esperanza.
Aunque en el cine de Angelopoulos no abundan las palabras, el doblaje al italiano de la copia estrenada en Argentina es particularmente lesivo para el film, no sólo porque traiciona la música del griego original (aunque Ganz, en la versión conocida en Cannes, había sido a su vez doblado por un actor griego) sino también la idea misma del film, que plantea que la identidad personal también es una cuestión de lengua, de recuperar del exilio aquellas palabras capaces de invocar la felicidad.
�El patriota�, o la guerra
ganada por un sólo hombre
La superproducción de Roland Emmerich, pensada como vehículo de lucimiento de Mel Gibson, tiene la lógica de las miniseries de
TV destinadas a exaltar el sentimiento patriótico (estadounidense). |
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Por L. M.
Todo prejuicio que pueda proceder del título del film o de su iconografía publicitaria �empezando por el afiche callejero, en el que se impone la enorme cara de un ceñudo Mel Gibson, secundado por el flamear heroico de una bandera estadounidense honrada en el fragor de la batalla� no hace sino confirmarse con la paciente visión de las casi tres horas de El patriota. Efectivamente, esta superproducción supervisada por el propio Gibson es, en primer lugar, un vehículo para su exclusivo lucimiento. Pero la película está concebida también, por supuesto, a la manera de un encendido canto de exaltación patriótica �por momentos, involuntariamente cómico� que no duda en apelar a la extorsión sentimental y a las emociones más básicas y codificadas como motor narrativo.
La elementalidad esencial del El patriota tiene que ver con esta necesidad de cumplir con todas las fórmulas y requisitos que se suponen hacen un éxito, a partir de los materiales a disposición. En este sentido, el relato pergeñado por Robert Rodat (que no casualmente viene de escribir Rescatando al soldado Ryan, otra película de banderas al viento) se podría decir que no es tanto un guión sino más bien un simple mecanismo, un engranaje que pone en funcionamiento diversas piezas para conseguir un determinado efecto como producto cinematográfico.
Por ejemplo, el marco histórico a partir del cual trabaja El patriota es la revolución por la independencia norteamericana, consagrada en 1776. Pero la película inventa un héroe que se impone a ese contexto y lo resignifica. La crítica estadounidense ya se ha quejado de las múltiples inexactitudes históricas de la película y del hecho de que el protagonista esté inspirado en un tal Francis Marion, que parece que fue un violador y mercenario de leyenda y que en El patriota se convierte en un paladín de la Justicia rebautizado Benjamin Martin. Desde estas lejanas tierras, sólo queda agregar que, tal como lo expone la película, la independencia estadounidense parece obra de este sólo hombre, una acción individual antes que una compleja gesta colectiva.
El móvil que lleva al superhéroe al combate es �como en la sobrevalorada Corazón valiente, un éxito que El patriota busca emular� la pura y simple venganza. Martin, que se presenta como un esposo fiel a la memoria de su esposa muerta y devoto padre de familia, presencia cómo uno de sus siete hijos es asesinado por la espalda por un sádico oficial británico, al que perseguirá por toda la película, arrasando a su paso con las tropas de Su Majestad hasta finalmente expulsarlas de América. Es curiosa la imagen que da El patriota de ese incipiente Nuevo Mundo: una suerte de Utopía a orillas del mar, con cabañas de juncos y sol poniente, como el aviso de un resort al que sólo le falta la sombrilla y el clásico trago de colores tropicales. La música está garantizada por un alegre grupo de negros que no parece haber escuchado nunca la palabra esclavitud. La mano del director Roland Emmerich, se sabe, nunca fue demasiado liviana, como lo demostraron Día de la Independencia y Godzilla. En los mejores momentos de El patriota, el realizador se limita a plagiar lasescenas de batallas de Barry Lyndon y, en los peores, que no son pocos, parece estar haciendo una miniserie episódica para la televisión, mientras en la banda de sonido no se sabe qué atrona más, si los cañonazos o la estridente música de John Williams.
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