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OPINION
Matar al muerto, o los problemas de haberlo matado
Por Javier Marías *

Muchos se han escandalizado con razón, y algunos sólo con excesiva y ornamental retórica, al conocer la noticia de que, tras el asesinato por parte de ETA del concejal del Partido Popular José María Pedrosa, el teléfono de su casa siguiera �en activo� para sus asesinos o para los simpatizantes de éstos, que lo hicieron sonar en numerosas ocasiones para soltarle a quien respondiera �la viuda, una hija� frases sañudas y crueles dirigidas al muerto: �José María, jódete�, �Pedrosa, ya estás muerto�, vilezas por el estilo. Se ha recordado que no es la primera vez que esto sucede: ocurrió �aún ocurre� tras el asesinato de Gregorio Ordóñez y de otros. Asimismo, llamadas, o bien pintadas callejeras del mismo tenor, incluso me parece que algunas tumbas de víctimas de ETA han sido profanadas en más de una ocasión. 
Más allá de la indignación que causan estas muestras de inquina y de sadismo hacia las familias de los asesinados, convendría pararse un momento a ver también lo que significan, porque despacharlas con una furibunda condena (�son inhumanos�; y no es verdad: son humanos) o con desprecio, y relegarlas al capítulo del anecdotario macabro y el recochineo, es una manera de restarles importancia, y a mi parecer tienen mucha, sobre todo por lo que revelan. 
¿Qué sentido tiene vejar a los muertos? ¿Qué se busca con ello? En principio, parecería que las profanaciones de sus tumbas, la destrucción de sus lápidas, los insultos a sus memorias, el regodeo ante sus muertes violentas, fueran algo más bien dirigido contra los vivos o los todavía vivos, y que tuvieran como propósito echar sal en el dolor de los parientes y amigos de los asesinados más que sobre ellos mismos, que ya de nada enterarse pueden, ni añadirse padecimientos. Y, sin embargo, algo más hay: no puede ser del todo azaroso o �formulario� que esas llamadas al número del concejal Pedrosa fueran para él (nadie dijo, por ejemplo, claramente a su viuda: �Nos hemos cargado a tu marido, jódete� sino que el destinatario de las frases siempre fue el muerto), como asimismo significa algo que el vandalismo contra las sepulturas se lleve a cabo en mitad de la noche y sin testigos para sufrir con su contemplación, tanto si son nazis contra muertos judíos, como serbios contra muertos bosnios, como filoetarras contra asesinados por sus ídolos. Los vivos verán tal vez el destrozo y las humillantes pintadas al día siguiente; o quizá no, y sean sólo informados; quizá sólo sepan pero no vean, y en todo caso, como mucho, asistirán a los resultados de la profanación, no al acto mismo. 
En un conflicto en verdad político, como en una guerra (y eso es en parte el mayor horror de las guerras, pero también lo que no las convierte acaso en lo más horrible de todo), en teoría ni siquiera hay personas sino tan sólo objetivos. Y una vez abatido un objetivo cualquiera, lo último que hará el soldado será pararse a escupir sobre su cadáver. No le interesa; es más, no puede permitírselo, porque equivale a distraerse, a perder el tiempo y la concentración, y en una guerra hay que ir enseguida por el siguiente objetivo. En un conflicto en verdad político, como en una guerra, los muertos son en principio tan abstractos como aquellos en los que el antiguo injuriador español tenía la mala costumbre de cagarse verbalmente.
No son así tratados los asesinados por ETA, excepto si son víctimas indiscriminadas, por la explosión de una bomba en un supermercado. Entonces sí son abstractas. Pero la segunda cosa que esas llamadas o pintadas a que vengo refiriéndome dicen, viene a ser el reconocimiento de no haber podido matar al muerto pese a haberlo hecho en efecto, físicamente. Las muertes �elegidas� de ETA no son ya estratégicas (como las de las guerras), ni tampoco son de las que, una vez cumplidas, aplacan el odio, la ira, la rabia. El odio y la ira permanecen tras los asesinatos. Como antes dije, quienes efectúan esas llamadas �o lascomparten mentalmente� parecen admitir que el asesinato que celebran ofrece el inconveniente de que ya es pasado, de que ya no puede repetirse, de no pertenecer ya más al futuro, a la esfera de lo que se desea y se acaricia y se anhela. Creo que conviene no perder este dato de vista, aunque asumirlo suponga asumir también que la �solución� del llamado �conflicto vasco� es todavía más difícil e improbable que si este conflicto fuera en verdad de índole tan sólo política. El insaciable deseo de matar al muerto, y además al muerto conocido y concreto, con su rostro, su nombre y su historia, está más bien en la tradición de la vendetta mafiosa, de las escabechinas familiares o de clanes, de las cruzadas fanáticas, de los odios tribales (y me temo que de las guerras civiles, por la cercanía del enemigo). 
Pero en estos asesinatos de ahora, tan puros, hay un elemento que hace la situación distinta, asimismo, de la de las guerras mafiosas, familiares o de clanes, fanáticas, tribales, civiles, porque todas ellas se fundan y se alimentan de una espiral imparable de golpe por golpe, o aun peor, de diez por uno y así hasta la náusea. Pero aquí sólo golpea un lado, una banda, sin que por el otro haya la misma réplica (como en otro tipo de guerras, ahora que caigo: las racistas de exterminación o expulsión). Quién sabe si no será eso lo que más irrite al verdugo y lo lleve a querer matar de nuevo a los muertos que ya se ha cobrado. Quién sabe si lo que busca es que sus asesinatos sean tenidos más en cuenta y sean por fin �reales�, al haber contrapartida, si fueran respondidos con otros tantos del enemigo. Cuanto más tiempo pasa, y más uno lo piensa, cuánto debió de complacer el GAL a algunos dirigentes nacionalistas; a los más fríos, a los más políticos, a aquellos que han conseguido que al menos algunos muertos sí les resulten abstractos: los propios, que se hacen esperar demasiado y no acaban de llegar. 

*Javier Marías es escritor. Publicado en El País de Madrid

 

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