Por Hilda Cabrera
El deseo de volar y los insistentes, aunque a veces malogrados flechazos del dios Cupido, convierten a un joven inventor en protagonista de una historia de amor que, ubicada en las postrimerías del siglo XIX, es desarrollada con una ingenuidad imposible de hallar en los tiempos que corren. Esa terca inocencia, casi una característica de los varios espectáculos estrenados por el Teatro Negro de Praga en la Argentina, se combina en esta historia con asuntos propios de los cuentos de hadas y gnomos �la utilización de elixires, por ejemplo� para despertar en quien los bebe algo más que calores. En La bicicleta voladora, ideada por el actor, escenógrafo y director Jirí Srnec (1931), fundador de la compañía en 1961 (cuando ya había realizado estudios de grabado, actuación, manipulación de títeres y música en la Facultad del Teatro y en la Academia de Arte Musical de Praga), el espectador verá a la joven casadera Renata arropada con ahínco por sus padres, atónitos ante la rara fiebre producida por un no menos extraño brebaje.
La secuencia de la niña asaltada por inquietantes sueños y demoledoras pesadillas conforma una de las veinte escenas que permitirán al público apreciar la habilidad de los integrantes del elenco checo para desplazarse por las diferentes �calles� de luces y sombra. Mientras la joven recorre entre ensoñaciones su camino iniciático, el inventor, tocado ya por una certera flecha del dios-niño alado, da los últimos toques a su velocípedo volador. Sólo que esta hazaña no será en un principio suficiente para conquistar a la muchacha, cortejada por el también enamorado Orator, considerado un buen candidato por los progenitores de Renata.
Los afanes del velocipedista engendrarán nuevas peripecias que, a falta de palabras, son explicadas de modo sintético en el programa de mano, y desarrolladas, algunas, según la vieja tradición de los teatros de boulevard o de feria. Es así que los actores se prodigan en gestos, muchos de éstos tomados del mundo del circo y del cine mudo, todos expresados con refinamiento.
Estos pasajes no son, sin embargo, los que despiertan mayor admiración. Los que siguen impactando, aun cuando no sean novedad y se reiteren, son aquellos en los que predomina el �truco� del gabinete negro. Lo demuestra el público mismo, cuando al final de la función dedica sus más entusiastas aplausos a los �invisibles�, a esos marionetistas-bailarines que se deslizan en la sombra armando y desarmando escenas. Son éstos quienes, junto a los también hábiles intérpretes �visibles�, elaboran las escenas más fantasiosas, aquellas que, entre toques surrealistas, forjan la ilusión de poder jugar sin límites cualquier situación: volar y hacerse trizas, y a pesar de eso reconstruirse. La música es otro componente importante en los trabajos ideados por Srnec. En esta Bicicleta... (en realidad un velocípedo) se ha dado preferencia a ritmos emparentados con el jazz y la música �ligera�. Además, y siguiendo otra característica checa, en este caso afín al legendario grupo Linterna Mágica, se utiliza el teatro de sombras y se proyectan diapositivas que permiten redondear visualmente la historia que se cuenta en esta obra, vista ya en Buenos Aires en 1980. Era entonces uno de los pocos trabajos de larga duración del Teatro Negro, que desde 1992 funciona con dos elencos, uno que permanece en la capital de la República Checa, donde suele presentar compactos de sketches como Las antiguas leyendas de Praga, y otro en gira. La obra que ahora puede verse en el Teatro Avenida pertenece a lo más tradicional del repertorio de esta compañía, siendo, en este aspecto, un trabajo comparable a las artesanales piezas breves agrupadas en Lo mejor del Teatro Negro de Praga, compendio de �La pequeña lavandera� (1961), �Las maletas� (1963), �El caballo� (1965), �El violinista� (1971) y �Agua, agua�, de 1979, también estrenadas en Buenos Aires.
MURIO EL CRITICO TEATRAL GERARDO FERNANDEZ
Adiós a un �archivo ambulante�
Del crítico teatral uruguayo Gerardo Fernández, fallecido en la madrugada de ayer a los 58 años de un paro cardiorrespiratorio, se decía que era un archivo ambulante. Lo sabía todo sobre teatro, cine y ópera. En su caso, la obligada reflexión del crítico sobre el medio cultural tenía antecedentes en su propia familia. Hijo de una concertista de piano de enigmático nombre, Gioconda, y de un fanático del teatro, admirador de la actriz uruguaya China Zorrilla �quien conoció a Gerardo cuando éste era adolescente�, Fernández se inició muy joven en la crítica teatral de su país. Fue secretario de redacción del semanario Marcha hasta que en 1974 se exilió en Argentina, tras la clausura de la publicación por la dictadura militar uruguaya. Desde entonces, vivió en Buenos Aires, desempeñándose siempre como crítico teatral.
Su primer trabajo fue en el diario La Opinión, dirigido por Jacobo Timerman. Entonces era jefe de espectáculos Kive Staiff quien, siendo designado director general del Teatro San Martín, lo convocó para ocuparse de la prensa. Poco después, en 1981, Fernández se hizo cargo de la revista Teatro, editada por la institución (hasta 1989). Tras el cambio de autoridades que se produce con la asunción del presidente Carlos Menem, Fernández viajó a España contratado para el puesto de redactor-jefe de la revista El Público, que entonces publicaba el Ministerio de Cultura de aquel país.
En 1995 regresó a Buenos Aires, desarrollando su actividad crítica en el diario Clarín. Dos años más tarde, condujo la sección de publicaciones y prensa del Teatro Colón, donde rediseña la revista del coliseo. A esta tarea sumó, a mediados de 1999, la dirección de la revista del Teatro San Martín, luego de la muerte del ensayista y crítico teatral Carlos Troncone, también uruguayo y ex redactor de la censurada Marcha. Fernández estaba casado con la actriz Irene Grassi y dejó un hijo, Rodrigo, de 15 años. El velatorio se realiza en Acevedo 1120 (sala B) hasta hoy a las 15 horas.
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