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Ventajas y problemas de una hipótesis
Guggenheim no es McDonald�s

Por el éxito del Guggenheim de Bilbao, se dice que hubo sondeos para instalar una sede del Guggenheim en Buenos Aires. Aquí se analiza esa posibilidad.

Se despertó la fantasía de montar un Guggenheim porteño: ¿hace falta? ¿vale la pena?


Por Arturo Carvajal *

t.gif (862 bytes) La altísima visibilidad y el éxito de la experiencia Guggenheim Bilbao ha disparado fantasías en cientos de ciudades en el mundo. Buenos Aires está lejos de ser una excepción. En este punto, algunas cosas empiezan a quedar claras: un Guggenheim hay que pagarlo, y es carísimo. La pregunta siguiente es: ¿hace falta? ¿Vale la pena? 
Un dato nuevo, que hace a la globalización, es la consolidación de las grandes colecciones en megamuseos, a partir de asociaciones como Tate-MoMA, Hermitage�Guggenheim, y algunas alianzas de museos europeos y norteamericanos que empiezan a emerger, marcando una tendencia que parece haber llegado para quedarse. Al mismo tiempo, admitamos que las colecciones de los museos locales son exiguas. Lo que los hace muy débiles a la hora de entrar en el juego de la conformación y circulación de las grandes muestras temáticas. Esta es la configuración dominante y efectiva de la experiencia que el público espera y recibe hoy en los museos más importantes. 
Estos megamuseos se preparan para ser generadores de programación a escala global. La ecuación a resolver parece ser cómo colocar a Buenos Aires en el circuito de estas grandes muestras. Se trata de establecer si los chilenos, brasileños y uruguayos van a venir a Buenos Aires a ver una muestra, digamos, de Mondrian, o si vamos a tener que ir nosotros a verla a Belo Horizonte, Porto Alegre o Santiago. El impacto cultural y económico de cada una de estas posibilidades será significativo. 
Una de las formas de entrar en este circuito, la que es en apariencia más simple, es el modelo Guggenheim. No es sin embargo un camino fácil. Ni barato. Pero si Thomas Krens, director del Guggenheim, lo hace, las chances de que sea exitoso son muy altas. Simplificado en extremo, la ciudad y/o el Estado nacional invierten varios cientos de millones de dólares en construir un museo, pagan gastos operativos por decenas de millones anuales, y los recuperan con creces a través de los impuestos que genera la actividad económica extra que la presencia del museo induce: básicamente, el turismo. Esto no es para privados, salvo en un papel marginal, ya que el mecanismo de recupero es la recaudación impositiva. La pregunta aquí es: ¿nuestro sistema impositivo es suficientemente efectivo como para garantizar este recupero? De lo contrario, devoraría los exiguos presupuestos culturales, y se agregaría a los déficit fiscales que ya son parte del folklore local. A no hacerse ilusiones: la venta de entradas no podría cubrir en ningún caso más que una parte mínima de los gastos operativos. 
Es bueno entender que no es un proyecto menor. Berlín es chico, pero es sólo la vidriera de la obra que el Deutsche Bank compra para la colección del museo en propiedad compartida. El Guggenheim del SoHo ya casi no existe. 
Adicionalmente, la programación se decide casi íntegramente en Nueva York. Lo que para el que suscribe tiene ventajas y problemas. Sí entusiasman las muestras de Rauschenberg, Elsworth Kelly, �Picasso y los años de Guerra� o la reciente retrospectiva de Nam June Paik. Decepcionan, en cambio, las de Armani, las Motos, Jim Dine, o �1900, Art at the Crossroads�. El gran público, sin embargo, parece responder de otro modo, lo que es siempre un dato a tener en cuenta. 
Por otro lado, hay que entender que éste sería un museo �de los otros�, es decir, no va a atender sino muy marginalmente y tal vez de mala gana, las necesidades de la producción cultural local. El medio autóctono deberá responder creando un circuito propio alrededor de este nuevo fenómeno. De todos modos, la tensión puede ser interesante. 
¿Qué otra opción hay? tal vez Buenos Aires pudiera construirse una gran Kunsthalle (es decir un espacio idóneo, pero sin colección) adecuado pararecibir muestras importantes, a una fracción del costo de una sede local del Guggenheim. 
Debería tener la escala necesaria como para albergar grandes muestras. Debería también tener una arquitectura a la altura de su función. Y esto es mas difícil de lo que parece. Al tiempo que Wright construía el museo de la Quinta Avenida, algo se le pasó por alto: en la galería de Betty Parsons, Pollock montaba su primera gran muestra. Para pasar los cuadros por las puertas, tuvo que desmontarlos del bastidor, enrollarlos y luego volverlos a montar. A partir de ese punto, la relación funcional de los espacios dedicados a exhibir arte, que hasta entonces había sido relativamente estable, se hizo mucho más compleja. Krens ha probado con Bilbao que con un gran arquitecto, a la altura del problema, se puede responder a esta situación de modo ejemplar. Es lo primero que el público percibe y ha sido una de las claves del éxito del proyecto. 
En nuestra hipotética Kunsthalle, la programación tendría que mantener desde el inicio un nivel de excelencia sin reparos. En consecuencia, debería ser una institución autónoma, al resguardo de influencias políticas. Sería el modo de hacerla interesante para el circuito internacional y propicia para los productores de programación, ya que colección, non habemus. Una colección permanente de gran escala, en un museo hoy, es el capital que el museo tiene para participar en el juego de la producción y usufructo de exposiciones temáticas. La historia del espacio es el otro elemento de peso que, junto con la arquitectura, se debe optimizar al máximo. 
Mantener una programación de nivel internacional es muy costoso, algo fuera de las posibilidades de los presupuestos de los museos locales. Sería fundamental que recibiera apoyo corporativo de manera sistemática, continua y substancial. Para esto tiene que haber lugar en la dirección para que estén representados los grandes donantes. Quienes hagan donaciones fuertes, van a querer tener voz y voto en la toma de decisiones. Y, más importante aún, no deberían tener que pagar impuestos sobre los montos de dinero que se donan a la cultura. 
Si la Argentina tiene la posibilidad de darse un espacio así, es algo a demostrar. Entonces, y solo entonces, el Guggenheim no sería la mejor opción. Krens tiene muy claro lo que quiere, y no es fácil de convencer. El modelo alternativo requeriría de quienes están en posición de tomar decisiones, una capacidad fina de discernimiento en temas muy específicos. De lo contrario deberán hacer lo que hace casi todo el mundo a la hora de comprar ropa: como no saben de telas, ni de costuras, ni de botones, se guían por las marcas y las etiquetas. Aun así, la comparación del Guggenheim con McDonald�s sería una caricatura insidiosa y grotesca. 

* Director de la nueva 

 

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