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el Kiosco de Página/12

Furias
Por Juan Gelman

Tosió expulsando sangre por primera vez en agosto de 1924. La tuberculosis, sin cura conocida por entonces, se lo llevó en cinco años y medio, a los 44 de edad. En ese lapso, D. H. Lawrence escribió sin tregua: cuatro volúmenes de poesía, cinco de relatos y cuatro novelas. Y, como siempre, viajó incansablemente de un lugar a otro, de un país a otro, movido por invitaciones repentinas, sugerencias de amigos o la ensoñación de paraísos. Cada vez más delgado y con un rostro que la tisis devoraba poco a poco.
Nunca admitió su enfermedad, a la que llamaba �un problemita de los bronquios�. En una ocasión, por la calle, su aspecto casi fantasmal atraía la mirada de todos los pasante y Frieda, su mujer, le coloreó las mejillas con rouge. Ambos fueron desalojados de un hotel porque la tos del escritor no dejaba dormir a otros huéspedes. En su lecho de muerte dio fin a Pensamientos, libro que contiene algunos de sus poemas mayores: �Negras lámparas de los salones de Dis, /ardiendo en azul obscuro, /dando obscuridad, obscuridad azul, como las pálidas /lámparas de Démeter dan luz, /llévenme entonces, abran camino, guíenme�, dice en �Gencianas bávaras�.
D. H. Lawrence vivía también devorado por la furia. �Soy tan condenadamente violento y autodestructivo �supo confesar�... Me siento como un paralítico convulsionado de rabia... Mi alma, o lo que sea, se siente cargada y sobrecargada del �temperamento� más negro y monstruoso... más viejo me vuelvo, más furioso me vuelvo�. Hay testimonios de ello. H. Gotzsche, el flemático danés que lo acompañó a México, asienta en una carta: �Se conocen sus maneras (las de Lawrence), cómo inclina mucho la cabeza hasta que su barba reposa en su pecho y dice (sin reír) �ji-ji-ji� cada vez que uno le habla. Me corre frío por la espalda cuando lo hace. Siento que en él hay algo insano�. Lo mismo debe haber sentido su perra preferida, a la que golpeó salvajemente por �desleal�: había satisfecho necesidades naturales con un perro.
Se viaja por placer, para conocer otros países, otras culturas, por razones de salud, por impuesto exilio y aun por azar. Es probable que ni el mismo D. H. Lawrence conociera la razón de su constante hacer y deshacer valijas, partir abruptamente de sitios que amó de entrada, alquilar cuartos en hoteles de escasísimas estrellas o ninguna, aguardar trenes en estaciones desoladas, viajar en barcos de equilibrio impresentable, esperar cartas que recibía su ausencia ya, y padecer perpetuamente la falta de dinero. �En un par de semanas no tendré ni un céntimo para comprar pan y margarina�, confió a un amigo. Era famoso, pero pobre. Sólo El amante de Lady Chatterley, de circulación clandestina, le aportó recursos. Pero ocurrió en 1928 y era tarde.
Su breve estadía en Ceilán (ayer), Sri Lanka (hoy) -.seis semanas� es una suerte de paradigma. Sus amigos, los Brewster, lo invitaron a pasar una temporada en la confortable cabaña que habían alquilado en una colina de las afueras de Kandy. Fue amor a primera vista: �Nunca me iré de aquí�, proclamó Lawrence. Se apuraba. El lugar era húmedo, enfermó; sus nervios no soportaban los rumores de la selva contigua, y una mañana descubrió que durante la noche una familia de ratas había hecho casa en su casco de corcho. Odió al budismo entonces, a los �templos guaridas de ratas� de una �religión guarida de ratas�. Se fue, claro.
Había despotricado contra Europa, que consideraba decadente, rancia, terminada, pero sus vagabundeos por Australia, India y México en busca de mundos puros por salvajes le propinaban buenas dosis de nostalgia. �Oh, Dios, estar en Europa, encantadora, encantadora Europa, que él había odiado tan completa y vehementemente, diciendo que agonizaba... Estabaloco�, exclama por boca de Richard Somers, protagonista de Canguro, su novela australiana. En Estados Unidos saltó de Nueva York a Chicago, de San Francisco a Los Angeles, pero lo marcó realmente Nuevo México. Allí se liberó �de la era actual de civilización, la gran era del desarrollo material y técnico. Cuando vi la mañana brillante y orgullosa resplandecer sobre los desiertos de San Luis, algo se puso de pie en mi alma... una parte nueva del alma se despertó súbitamente y el viejo mundo abrió a paso a un mundo nuevo�. En relatos como �St. Mawr�, �La princesa� y �La mujer que se fue a caballo� intentó aproximar, por cruce o choque, el universo blanco al orbe indio. En realidad, exploraba sus propias preguntas sobre �la desintegración blanca�, su civilización �irreal, insustancial, mecánica, en que las palabras carecen de significado�, de la que no se podía mutilar.
Tal vez ése fuera el origen de su errancia y de su rabia. Pero es posible que el más hondo radicara en su voluntad de atravesar con la escritura �el umbral de la psique humana�, una voluntad condenada al fracaso. Quiso capturar un territorio real, pero invisible e intangible. En un cuento temprano, �Eva nueva y viejo Adán�, el personaje Peter comienza a escuchar a �ese ser oscuro, desconocido, que vivía bajo su conciencia entera en la eterna penumbra de la sangre�. El ser que Lawrence deseaba expresar es habitante de la no palabra. No atraparlo es motivo de cansancio o silencio en algunos escritores, de acicate empecinado en otros. En D. H. Lawrence fue alimento de su furia. 


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