opinion
Por Mario Wainfeld
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 1985 los desocupados en la Argentina no superaron el 4 por ciento de la población económicamente activa (PEA). Recién en 1993 pasaron el diez por ciento. El problema del paro masivo y forzoso es, en términos históricos, novísimo. Pero resulta demasiado prolongado en términos de existencias humanas... y de períodos electorales. Anunciar que el 15,4 por ciento de la PEA está sin empleo y por añadidura sin red de protección social es, para cualquiera, un garrón. Máxime para un gobierno que necesita la revalidación por vía del consenso y del voto.
La Alianza, el gobierno más imagen-dependiente que ha regido esta comarca, urdió un kit de artilugios para diluir el bajón. El primero fue gotear la noticia en sucesivos flashes previos para que la muerte anunciada generara un duelo, a fuer de elaborado previamente, menos brutal. El segundo fue dar a conocer la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) desde la clandestinidad. Nadie debía observar (y mucho menos retratar) la imagen de un ministro, un secretario de Estado, un director nacional, un asesor o un ordenanza de la Alianza difundiendo la EPH. Un gobierno proclive y hasta adicto a la conferencia de prensa optó por el enérgico anonimato. Prefirió que la imagen del presidente Fernando de la Rúa perpetuada en fotografías fuera la de su asistencia el martes 18 a uno de los dos actos programados para conmemorar el atentado a la AMIA. Para prolongar el portento, el propio Presidente comidió al ministro de Justicia Ricardo Gil Lavedra a dar una insulsa, a fuer de innecesaria, conferencia de prensa el miércoles. Nada informó, nada avanzó por eso la investigación sobre el atentado, pero la foto estuvo. Sirvió de poco.
Escollos por mano propia
La exigencia de que todos los ministros tengan entre ceja y ceja la creación de trabajo integra el discurso cotidiano del Presidente. Según comentan quienes más conversan con él, son crecientes sus quejas acerca de la magra suerte que tienen sus pedidos. Lo que, pasados siete meses de gobierno, empieza a notarse �y a decirse en voz bajita� en la propia Casa Rosada es que esa frustración tiene que ver con escollos plantados por la propia Alianza. Dos muy especialmente: su plan económico y el estilo de gestión impuesto en buena medida por el propio Presidente.
El primer escollo es el que más se ha debatido públicamente. Hay quien piensa que José Luis Machinea ya es un converso irredento. Otros �como Carlos �Chacho� Alvarez, Raúl Alfonsín y Federico Storani� piensan que conserva intacto su corazoncito distribucionista y neokeynesiano. En cualquier caso, lo cierto es que, hasta ahora, ha sido mucho más eficaz a la hora de recortar salarios, ajustar gastos y garantizar equilibrios fiscales que a la de profetizar reactivaciones... e impulsarlas. Celosos guardianes de las cuentas públicas, los Machi Boys escrutan con recelo, tijera en mano, las propuestas de otros ministerios (como el megaplán de Nicolás Gallo) que postergan pero no anulan el gasto social. Construir hospitales, por caso, con capitales privados para usarlos a futuro contra pagos de cánones implica comprometer presupuestos venideros y en Economía no están dispuestos a hacerlo así como así. Siguen creyendo en la contracción del gasto público como punto inicial e ineludible del advenimiento de un largo ciclo virtuoso de la economía. A él apuestan la mayoría �si no todas� sus fichas. Y no lucen muy dispuestos a dar el brazo a torcer.
El segundo escollo, menos explorado, es el del propio estilo de gestión del Gobierno. Estilo que, en un régimen presidencialista aderezado con gotitas de monarquía, es en buena medida el del Presidente.
Todo un estilo
�Es minucioso. Jamás firma un decreto sin leerlo y corregirlo de puño y letra. Su formación es muy sólida y su orgullo, aún más. Nunca aprueba algo si no lo entiende, mejor dicho si no lo domina plenamente, en todos sus detalles.� El consultor conoce y a su modo admira al Presidente y lo describe con buena onda, aunque asume que �con esos recaudos� cualquier decisión toma su buen tiempo.
�Fernando tiene algo de rey. Le sienta el traje azul doble cruzado, el aire imperial, estar con la Primera Dama. Le sienta hasta su hijo, inteligente y trabajador, que sabe disfrutar de la vida. Pero también escucha. A la tardecita, se toma un whisky en la Casa de Gobierno y ahí sí le gusta charlar, no estar solo, salirse de la agenda�, describe una figura protagónica del gabinete que lo quiere bien y que honra esas reuniones. Otro que lo hace es el jefe de la SIDE, Fernando de Santibañes, quien recusa las reuniones de gabinete por ineficaces y retóricas y privilegia los diálogos con De la Rúa.
�Está muy pendiente de quién va a verlo y quién no a la Rosada o a Olivos. La otra vez, rezongaba porque Storani volvió de un viaje un viernes y no se le acercó hasta el lunes. Lo acusaba de �vago�. En general no transmite esas broncas en público, pero las acumula y las va soltando en diálogos mano a mano�, explica uno de los aliancistas que tiene más diálogos mano a mano.
�Le cuesta mucho delegar. Centraliza y personaliza todas las decisiones y los escenarios aun a costa de bloquearlos, como hizo con el diálogo político. Lo tomó a su cargo, desautorizando a los demás. En el fondo parece no confiar totalmente en nadie. Menem tenía un Corach y un Bauzá, dos tipos que hablaban y hacían en su nombre. De la Rúa no termina de tener uno, porque no quiere transferir poder�, narran, con diferencia sólo de palabras, tres integrantes del ala política del Ejecutivo con expreso pedido de reserva de datos.
Las pinceladas se trazan de distintos ángulos pero terminan pintando un cuadro armónico y comprensible. Un liderazgo de estilo radial, minucioso, omnipresente, concentrador, tiñe toda la gestión e integra por derecho propio cualquier análisis sobre el oficialismo.
La dificultad para aunar planes sociales y laborales, por ejemplo, se explica por muchos datos más pero no puede soslayar uno esencial: pasar de 90 programas sociales a 15 o 20 implica complejos arbitrajes administrativos y políticos. Recortar poder y recursos a algunos y ponerlos en otras manos, que desde entonces serán más fuertes. Algo que el presidente no es muy proclive a hacer a las apuradas. O a hacer, a secas.
La falta de cambios en el staff de un gobierno que hace agua, al menos en algunas áreas, alude también al modo de urdir las decisiones. Carlos Silvani se fue recién cuando todo el mundo lo dio por echado. Melchor Posse lo superó: sobrevive cuando todos lo dan por muerto. Nadie sabe si el Presidente alguna vez moverá el banco de suplentes en pos de gente que entre a comerse la cancha en un equipo con demasiados integrantes parados en el medio campo, lejos de las áreas. Donde están exentos de comerse los fouls más violentos pero también de hacer goles.
Otro problema autogenerado son las internas derivadas de designaciones promovidas por el Presidente a contragusto de sus ministros. Al menos dos son un clásico: la de Henoch Aguiar (que ya detonó una renuncia de Nicolás Gallo, rechazada por De la Rúa) y la de Enrique Mathov (cuya relación con Storani excluyó la confianza desde el vamos y se encamina a paso redoblado a excluir el diálogo).
Imágenes
El Presidente decidió �y pudo hacer� con el acto de la AMIA algo que estaba vedado al menemismo. Llevó a todo su gabinete, rehusó subir al palco, lo presenció desde la calle. Ese manejo de su presencia pública,una bien actuada economía de gestos integran también su estilo. Y le valieron �también esta vez� aplausos. Ese terreno es propicio para la Alianza: distinguirse de sus antecesores por vía de la moderación y la corrección políticas. Ganarle la batalla de imágenes al menemismo.
Pero no fueron las fotos gestuales las que ilustraron �la agenda pública� de estos días, sino las terribles cifras de la EPH. Cifras que �como las de las encuestas de opinión que ya están sobre los principales despachos oficiales y que el oficialismo guarda bajo siete llaves� demuestran que la actual administración está en problemas. Problemas muy severos que no resolverán los mejores asesores de imagen, los mejores editores de fotografías, los mejores encuestadores, esto es, los funcionarios más eficaces de un gobierno que en otros temas, de más peso específico, le escapa a las cámaras porque sabe que �sometido a esa luz� no es precisamente fotogénico.
|