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OPINION

Por James Neilson

Una secta peligrosa


  Raúl Moneta no es el primer acusado de mofarse de la ley en ufanarse del “fervor”, “profundidad” o lo que fuera de sus presuntas convicciones religiosas, dando a entender que gracias al compromiso así supuesto vive en una dimensión en la que las reglas corrientes no tienen cabida, y con toda seguridad no será el último. Desde que el mundo es mundo existe una subclase de personas que insiste en que la intensidad, real o simulada, de su adhesión a una causa particular debería resultar más que suficiente como para quitar importancia a cualquier crimen que podrían cometer. La integran católicos, judíos, protestantes y musulmanes, militares y civiles, conservadores, peronistas, radicales e izquierdistas, todos convencidos de que sus creencias los hacen especiales, que dios, el destino o el proceso histórico los ha elevado por encima del hombre común. O sea, que son superhombres que están más allá del bien y del mal.
En el poder, los miembros de esta cofradía son peligrosos –en la Argentina sus víctimas mortales se cuentan por decenas de miles y en el mundo por decenas de millones–, pero cuando la fortuna no les sonríe suelen ser meramente patéticos. En lugar de minimizar la importancia de su credo preferido o del movimiento político de sus amores para que sus desgracias personales no los perjudiquen, se aferran a ellos con la esperanza de que sus correligionarios los salven. Es una actitud hipócrita. De ser tan piadoso como proclama, Moneta nunca hubiera pensado en involucrar a la santa madre iglesia, flagelo del capitalismo moderno, en un miserable escándalo bancario. Por el contrario, habría ocultado su condición de devoto .ferviente., jurando a su confesor que no bien pasado el mal trago daría todos sus bienes restantes a los pobres antes de retirarse a un monasterio adecuadamente austero.
Mientras que un fanático sincero estaría más que dispuesto a sacrificarse por la mayor gloria de su culto, el hipócrita supone que su culto debería sacrificarse por él. ¿Qué quería lograr Moneta atribuyendo sus problemas empresarios a la presunta militancia anticatólica de “gente que profesa otras religiones”? ¿Que el Papa lo declarara infalible? ¿Que los obispos dejaran de preocuparse por los indigentes para ponerse a organizar pogromos en favor de un banquero multimillonario? Es imposible saber lo que Moneta pensaba que ocurriría a raíz de sus palabras –las cuales, huelga decirlo, no lo han ayudado en absoluto– porque, como entenderá mejor que nadie, los fanatizados son tan diferentes de los demás que sería absurdo intentar juzgarlos conforme a las normas habituales.

 

 

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