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el Kiosco de Página/12

En efecto, no hay Derecho
Por Mempo Giardinelli

Yo cursé toda la carrera de abogacía a finales de los años �60. Durante cinco años asistí a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Nordeste, en Corrientes, mientras trabajaba en los Tribunales chaqueños: de seis a trece horas, y todas las tardes cruzaba el río, una hora en vaporcito o balsa (en aquella época no existía el puente que hoy une ambas capitales) y regresaba a mi casa por la noche. Proveniente de una familia más bien pobre, y con mis padres muertos prematuramente, me pagué los estudios como empleado de una Cámara de Apelaciones en lo Criminal, en Resistencia. Mi �especialidad� consistía en pasar en limpio las sentencias de uno de los camaristas, quien apreciaba mi velocidad pues desde niño escribo a máquina con los diez dedos. Aquel juez, que casi no trabajaba y que se preocupaba por las comas y los acentos pero no por los contenidos, delegaba más y más sus responsabilidades en sus secretarios e incluso en un pinche adolescente como era yo, que acabé redactándole más de una sentencia que él firmaba sin discutir con tal de que cada acento y cada coma estuviese en su lugar. Ese juez, de cuyo nombre ya ni me acuerdo, fue uno de los responsables de que yo decidiera no graduarme y no ser abogado.
El otro fue un profesor de aquella facultad, un hombre de doble apellido, los dos supuestamente ilustres, quien vivía en La Plata y viajaba cada dos semanas a Corrientes. Parece que al tipo alguien le deslizó que yo era comunista (lo cual nunca fui) o revoltoso (lo cual fui muchas veces) y se la agarró conmigo: me hizo rendir ocho veces la misma materia, durante dos años. Yo llegué a saber tanto de aquel Derecho Civil que todavía hoy algunas frases en latín me atormentan en sueños. No exagero: muchos de mis compañeros aprobaban esa materia luego de estudiarla conmigo, y yo acabé siendo una especie de autoridad que, por supuesto, de todos modos iba a reprobar en el siguiente examen. Un par de veces hablé con ese profesor, que sabía perfectamente que nadie en toda la facultad sabía tanto de su materia como yo. Su respuesta siempre fue elusiva, eufemística, autoritaria.
A todo esto me tocó el servicio militar �era el año del Cordobazo y con Onganía en la Casa Rosada� y cuando acabé el servicio, luego de 15 humillantes meses, mi vida cambió porque salí decidido a no soportar nunca más esas caricaturas del Derecho y a la vez sabiendo que no iba a ser otra cosa que escritor.
Cuando recuperamos la democracia, en 1985 me pareció, cuando los juicios a las Juntas, que lo más importante que se producía en la Argentina era la recuperación del imperio de la ley. La sociedad volvía a creer en sí misma porque, por encima de los trajines de la economía y la política, había un retorno a cierta juridicidad. Quizá éramos inocentes porque al mismo tiempo en el Senado operaban Saadi el Viejo y otros carcamanes para echarlo todo a perder, las facultades de Derecho se convertían en repositorios de estudiantes mediocres y, lo peor, el Poder Judicial -tanto el Federal como el de muchas provincias� devenía rara especie de pozo negro comiteril al que se arrojaban amigos y acomodados, desechos políticos, operadores y lobbistas de nula eticidad.
Así alcanzamos esta Justicia que a mí me avergüenza y me rebela, desde luego, pero que también mete miedo. Sobre todo eso: guay del que cae en las garras de la llamada �justicia argentina� en estos tiempos de cólera e impunidad. Pobre del infeliz cuya última esperanza es la actual Corte Suprema. Pobres de los que siguen jurando y escribiendo que �será Justicia� mientras por debajo de la mesa cruzan los dedos o hacen cuernos.
Es posible que este texto sea injusto al generalizar. Pero tengo para mí que ya resulta demasiado grosera �y sobre todo peligrosísima para la democracia� esta Justicia que sigue protegiendo a los poderosos, a los torturadores, a los ladrones de chicos, a los genocidas, a los mafiosos y a los que nos robaron la esperanza malvendiendo el patrimonio colectivo. Que me disculpen las honrosas excepciones que seguramente hay en el sistema judicial argentino, pero eso es lo que hace el sistema en su conjunto: proteger delincuentes.
Con la complicidad evidente de miles de abogados devenidos vulgares picapleitos, con el silencio cómplice de casi toda la dirigencia política, económica y empresarial de la Argentina, están destruyendo al país, lenta, subrepticiamente. Son los cuervos que empezaron a criarse durante el gobierno de Alfonsín; que amamantó, engordó y corrompió Menem; y a los que ahora el Gobierno de la Alianza mira y, sobre todo, deja hacer.


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