Por Diego Fischerman
Hubo una vez un arzobispo delirante. O simplemente rico. Alguien tan poderoso que hizo construir una catedral comunicada con su casa y en la que cabía más de dos veces la población total de la ciudad. Era el año 1628 y Salzburgo, un pequeño pueblo austríaco cercano a Venecia, influido por la cultura italiana y próspero gracias a las canteras salinas, se postulaba a sí mismo como improbable centro del arte europeo. Pero fue en el final de ese siglo, con el advenimiento del magnífico Conde Kuenberg, arzobispo entre 1668 y 1687, que la Catedral brilló como nunca. Y ese brillo tuvo que ver, sobre todo, con su maestro de capilla: Heinrich Ignaz Franz von Biber. Este músico tan capaz de reciclar el viejo estilo de San Marco en Venecia para rendir homenaje a Dios como de escribir obras politonales y altamente disonantes (incluso para oídos del siglo XX) para representar la borrachera de una compañía de soldados, cometió el despropósito de escribir, por ejemplo, misas a 54 voces distintas. Y, además, de hacerlo bien.
Hace unos años, el grupo Gabrielli Ensemble grabó por primera vez la Missa Salisburguensis, con la que se conmemoró la construcción de la Catedral en 1682. Ya antes se había grabado su Requiem a 15 voces (hay una versión excelente conducida por Ton Koopman, para el sello Erato). Y ahora es Jordi Savall, al frente de la Capella Reial de Catalunya y de Les Concert des Nations (dos de los grupos que fundó y dirige), quien registra por primera vez la Missa Bruxellensis a 23 voces, llamada así no porque sea menos salzburguesa que la otra sino porque el manuscrito de su partitura fue encontrado en Bruselas. Lo que hace especialmente atractivo este CD editado por el sello Alia Vox es, además de la calidad de la música, el hecho de que fue grabado en vivo en mayo del año pasado, durante el Festival de Salzburgo y en la propia Catedral donde había sido estrenado hace trescientos años.
Allí es donde surge, además, el mérito de los ingenieros de sonido, que fueron capaces de captar la reverberación natural del lugar pero, sobre todo, los increíbles juegos espaciales propuestos por Biber. La Catedral tiene varios balcones, cada uno con su órgano, y el compositor los aprovechaba para situar distintos grupos instrumentales y vocales, de manera tal que el sonido proviniera desde varios puntos a la vez y de que las preguntas y respuestas, además de melódicas y rítmicas, fueran espaciales. La música llegaba desde todas partes y en esta versión, en que no sólo se utilizan instrumentos de época sino que se respetan cuestiones estilísticas vitales para la época y luego caídas en desuso, el efecto es deslumbrante. También se respeta, es claro, la ubicación de instrumentistas y cantantes de acuerdo con lo que las ilustraciones y descripciones que figuran en documentos muestran que era usual en el siglo XVII. Los grupos situados en los balcones son cinco, dotado cada uno con un órgano para el bajo continuo: dos coros, una orquesta de trompetas, fagot y timbales, otra de cornetti (especie de flautas dulces con embocadura de trompeta) y sacabuches (trombones antiguos) y una quinta conformada por violines, viola, viola da gamba, violoncello, violone y tiorba. El uso magistral del contrapunto, el virtuosismo de la escritura coral y, en particular, la manera en que el concepto de espacio (un concepto que volvería a entrar al mundo de la música recién a finales del siglo XX) es utilizado con funciones narrativas y dramáticas convierten a esta misa en una de las obras más importantes de un compositor hasta hace poco casi ignorado y que merece con justicia estar entre los grandes nombres del barroco temprano. Sus sonatas para violín (se consiguen interpretaciones de gran nivel por Andrew Manze y el grupo Romanesca y por el Rare Fruits Council), la música para conjuntos de trompetas y alguna ópera rescatada �aunque no mucho� del olvido, junto a esta maravillosa música para la iglesia, trazan el perfil de un músico impredecible y genial.
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