opinion
Por Pablo Vignone

Se puede criticar a esta Selección Argentina porque, en definitiva, el fútbol es materia opinable y los catálogos de gustos son infinitos. Así, se dice que el equipo no pone en práctica el sentido popular del juego en la medida en que ejecuta una partitura foránea, a veces muy bien (como contra Colombia), a veces no del todo acertada (como contra Brasil), pero sin duda extraída de otras cepas y con otros sabores. La precisión en velocidad como carta de triunfo está lejos de ser la debilidad del gusto criollo. Esto, que es materia muy discutible, no guarda relación con el desequilibrio de los juicios vertidos a partir de la derrota 1-3 en San Pablo, que estuvo lejos de ser deshonrosa, que estaba dentro de las posibilidades y que dependió tanto de la fortuna como del juego desplegado. Así, resultó llamativo escuchar opiniones que, mientras sostenían que la Argentina no juega �la nuestra�, cuestionaron el planteo, asegurando que no se debió haber salido a jugarle a Brasil como se hizo con Bolivia o con Chile, lo cual me parece una paparruchada, expresión del agrado de Diego Bonadeo.
Critiquémosle el sentido estético a Bielsa pero no le escamoteemos el mérito de la coherencia. Lo del Morumbí fue, por sobre todo, honesto, y reafirmó una identidad que, aunque a la mayoría nos siga pareciendo equivocada, el técnico �como líder� defiende con las armas de la legitimidad, dentro de las reglas, y lo mejor que sabe y puede. No sería legítimo, en cambio, usufructuar esta derrota para exigir el cambio de sistema, por más que lo sintiéramos como una irresistible necesidad. Ubicar la caída en el marco apropiado es la tarea lógica. Porque los quince puntos de la Selección en las eliminatorias siguen siendo tan significativos como los quince puntos del desempleo en el país.