Creativos
Por José Pablo Feinmann
|
Hará,
creo, un mes publiqué una nota en un semanario y la nota tuvo repercusiones
sobre la realidad. El semanario era trespuntos --que dirige el venerable
Jorge Halperín-- y la nota narraba que durante los ochenta el venerable
Halperín y otros que entonces no lo eran y ahora también
lo son se reunían en un restaurante de nombre Mimo y comían,
casi siempre, unas buenísimas milanesas. Esos otros venerables
eran Carlos Ulanovsky, Carlos Trillo, Alvaro Abós, Carlos Marcucci,
José Luis Castiñeira de Dios, Horacio Salas y Chacho Alvarez.
La nota, luego de recordar la calidez de esos encuentros, le recordaba
a Chacho cómo era entonces y en qué corría peligro
de convertirse ahora o en qué, según muchos, ya se había
convertido. Después pasaron dos cosas: leí en Página/12
que un vocero de Chacho comunicó que al vice esa nota le había,
digamos, dolido. Y Carlitos Marcucci, que era el alma pater de los encuentros,
decidió armar otro, a partir de los buenos recuerdos que mi nota
despertaba en los viejos adherentes a esos almuerzos. Dicen las malas
lenguas (o sea, dice Marcucci) que se le envió un telegrama al
vice y al telegrama se le puso una posdata, por decirlo así, expresiva:
Si no venís, sos un cagón. No voy a revelar aquí
si el vice vino o no. Creo, sí, que hoy esa condición que
le endilgaba la posdata si no venía a la cena se juega para él
en escenarios más importantes, más decisivos, ya que si
ahí, en esos escenarios, él, hoy, nos falla, acaso entonces
se haga acreedor a esa condición, y sea entonces eso, es decir,
eso.
Habrá todavía (sobre todo para que nadie nos diga que tenemos
el desencanto fácil) que esperar.
¿A qué viene esto? A que la cena fue memorable. Ese lugar
de los ochenta, Mimo, no existe más,
como tantas cosas. Ahora hay un restaurante de comida japonesa, que es,
parece, lo que hay que comer hoy si uno quiere triunfar en la vida. Llegué
tarde y me senté junto a uno de los venerables cincuentones. Que
me dice: "Ni se te ocurra pedir este arroz. Es una basura. Está
grumoso, pegajoso, un asco". Miro el plato del venerable y veo que
hay también ahí unos fideos como serpentinas plateadas.
Pregunto si se trata de un adorno navideño. Me dice que no, que
no sabe qué cuernos es. El venerable llama a la chica que atiende
nuestra mesa y le dice: "Señorita, este arroz no se puede
comer". "¿Por qué?", asombrada, pregunta
la niña, que viste una chaquetita negra y cortita que deja, desde
luego, su ombliguito a la vista de los venerables. "Porque está
todo pegajoso. Lleno de grumos", dice el venerable. La niña
lo mira con un desdén que es infinito y dice: "Señor,
es así. Así servimos aquí el arroz". El venerable,
como humillado, farfulla: "Disculpe". Miró, entonces,
las otras mesas. No hay ningún venerable en ellas. Son todos tipos
de, digamos, treinta o treinta y pico. Ríen, destellan, viven su
gran momento histórico. Adivinaron: son "la generación
que hoy está en el Poder". ¿Observaron que los medios
hablan una y otra vez de eso, de la generación que hoy está
en el Poder? Bueno, esa noche, muchos de ellos estaban ahí, en
el resto japonés y se comían con inenarrable goce el arroz
pegajoso, lleno de grumos y los fideos plateados. Y tomaban agua mineral
sin más. Y no parecían echar de menos las milanesas cuya
ausencia llorábamos nosotros, los venerables.
Me exalté. La vida te da sorpresas, me dije. ¡Estaba en un
resto sushi! Marcucci había elegido bien. Ese era el lugar para
estar hoy. Nada de milanesas del pasado, sushi de hoy. Llamo a la señorita
y le pido, claro, sushi. Me pregunta: "¿Con qué lo
acompaña?". "Con arroz, no", digo. "Con fideos
tampoco", añado. "¿Solo, entonces?", pregunta.
"Sí, solo". Me trae el sushi. Dije que esa noche había
sido memorable. Ahora verán por qué. Ahí, ante mí,
tenía la droga del éxito. El codiciado, valorado, ascendente,
esplendente sushi, el alimento de la generación que --perdón
por decirlo otra vez-- hoy está en el Poder. Para ser sincero me
pareció un asco. Uno es un tipo normal y el pescado crudo le repugna.
Me acordé del Pingüino en Batman vuelve. El tipo come pescado
crudo; el pescado crudo se le cae por un costado de la boca y yo casi
vomito. "No tengo arreglo", tristemente pensé. "Nunca
voy a ser un exitoso". Coraje, comamos algo. Observo entonces que
al costado del plato hay una cremita de color verde, algo así como
palta. Eso pensé: que era palta. Me comí la mitad. No era
palta, era el picante. Escupí todo y me despedí de los venerables.
Les dije que sólo me invitaran otra vez a ese lugar el cercano
o lejano día en que uno pudiera, como Dios manda, comerse una milanesa.
Días después veo la tapa de la revista Noticias. Están
Pergolini, Lanata, Suar y Agulla. El título dice: "Son representantes
mediáticos de la generación de los 30 y pico". ¡La
generación que hoy está en el Poder!, me digo. Compro la
revista a ver si aprendo algo. Busco la nota y leo: "Sólo
desde uno mismo se conquista lo desmedido, lo que destella y es poderoso".
La frase me resulta conocida. Sigo leyendo: "Dice José Pablo
Feinmann en su última novela El mandato. Me sofoca el orgullo:
no seré capaz de comer sushi, pero utilizan un texto mío
para explicar cómo son los sushi kids. Sigo leyendo: "Con
excepción de Jorge Lanata --el único ferviente lector del
grupo--, es seguro que ninguno de los chicos brillantes ha leído
esa novela". Me parece justo. Una cosa por otra: yo no como sushi;
ellos no leen mi novela. Dejo de leer y miro las fotos. Una certeza se
impone de inmediato: Lanata no come sushi, no come arroz pegajoso, fideos
serpentina ni toma agua mineral sin gas. El sushi no engorda, y Lanata
flaco, lo que se dice flaco no está. O sea, no es un sushi kid.
De Pergolini y de Suar no sé mucho. (De Suar sé que cualquiera
de mis amigos actores, cuando lo llaman de Pol-ka, exclama incontenible:
"¡Zafé! ¡Me llamó el Chueco!".) Me
detengo en el otro, en el publicista Ramiro Agulla. En una foto luce fumando
un cigarro y más transpirado que obrero de la construcción.
En otra se ve con anteojos negros, camisa rosada con tres botones abiertos,
cadenita y sonrisa canchera. Este sí, come sushi. Es un triunfador,
un exitoso de hoy. Tanto, que ha hecho un Himno de los Creativos. (¿Qué
es un creativo? Brevemente: no es Mahler ni Joyce, sino un tipo que tiene
el don de convencer a "la gente" o a "la gilada" de
que un vino-basura, que él jamás tomaría, es un elixir
de los dioses.) Se siente tan seguro que baja línea. Se siente
seguro, él y los suyos, porque dice: "Nadie es piola como
nosotros, nadie la tiene tan larga". Y dice. "Los artistas se
visten raro. Nosotros andamos en coches muy caros". Y dice: "Descubriste
una fórmula secreta. Pero no tenés casa con pileta".
Y dice: "Los escritores son unos amargados. Son creativos frustrados".
Y concluye: "A crear, con un éxito rotundo. De nosotros depende
este mundo".
Si es así, hay que preocuparse. Hay que dar este debate. ¿En
qué consiste? Se me acaba el espacio y sólo podré
señalar un par de puntas. Esta es la segunda experiencia del radicalismo
en la democracia. La de Alfonsín dejó un documento, el discurso
de Parque Norte, que escribieron Pablo Giussani, Juan Carlos Portantiero
y Juan Carlos Torre, hasta donde yo sé. Era un texto denso, abierto
a los más ricos debates. Si el radicalismo de los ochenta se expresaba
en esas líneas, y el del nuevo siglo en el Himno de Agulla y sus
amigos, significa que se ha pasado de la cultura a la publicidad. La sociedad
se piensa desde la comunicación, desde el marketing, desde los
negocios. Entre un radicalismo y otro hay diez años de devastación
cultural menemista. Lo triste es que --como en otras áreas-- la
actual administración no se plantea salir de ese abismo ético,
estético y cultural, sino continuarlo, lo que implica, inexorablemente,
su profundización.
REP
|