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Por Claudio Uriarte De
las tres coronaciones de Alberto Fujimori a la fecha ninguna fue tan violenta,
escandalosa y desprestigiante como la de ayer. Invasión de las
calles por manifestantes prodemocracia, abandono de sus bancas por los
parlamentarios opositores cuando el presidente recontraelecto empezó
a pronunciar su discurso de investidura y las imágenes de represión
y de lucha de calles más violentas desde la dictadura: todo esto
apuntó a subrayar, desde la estrategia del opositor moderado Alejandro
Toledo, la ilegitimidad del régimen que se sucedía a sí
mismo. Ilegitimidad que pasaría por el salto cualitativo que el
fujimorismo ha dado desde el mero fraude para reforzar y asegurar unos
resultados generalmente favorables como en elecciones y referéndums
anteriores a falsificar resultados directamente desfavorables para
atribuirse un triunfo que no se habría registrado en ninguna parte
como sería el caso ahora. En otras palabras, el mismo
salto al vacío que dio el PRI mexicano hoy en vías
de abandono del poder cuando en 1986 inventó un apócrifo
colapso del sistema informático de conteo de votos de modo de forzar
el triunfo de Carlos Salinas de Gortari.
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