"Camas en el desierto", el otro viaje de Ulises
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Por Cecilia Hopkins Mientras una pareja termina de hacer el amor, en el aire suena un blues. A un lado, el hijo de ella observa la escena, desconcertado. Con un tratamiento visual signado por el despojamiento, amén de sus tiempos pausados, el director Alberto Félix Alberto propone en Camas en el desierto, su último espectáculo, una personal versión de la historia que Homero narra en La Odisea. Seccionado por apagones, el relato se ordena por momentos en base a escenas que se completan al repetirse parcialmente, rasgos característicos de la obra del creador de Tango Varsoviano y En los zaguanes, ángeles muertos. El blues de Lightnin' Hopkins es el leitmotiv que anuncia la presencia de una Penélope (Elizabeth Elkian) desquiciada por la ausencia de Ulises (Ezequiel Eskenazi Storey) que, lejos de rechazar a sus pretendientes tal como hizo su modelo literario, no deja de embarcarse en asuntos de sexo y alcohol. Las dos camas de hierro que presiden la escena representan las sucesivas piezas de pensión, hospitales y demás albergues adonde llegan cansados o heridos los dos personajes masculinos principales, Ulises y Telémaco, en el tránsito de un largo viaje por el que cada uno intenta recuperar lo que le es propio. Esta peregrinación se extiende por momentos más allá de la realidad consciente de sus protagonistas, para perderse en intrincados sueños y pesadillas que el espectador deberá desentrañar por su cuenta. Escrita hacia el siglo IX a. C., La Odisea narra las aventuras de Ulises en su regreso a su reino, una vez finalizada la guerra de Troya. Y a la vez da cuenta del viaje que emprende su hijo Telémaco en su busca, en tanto Penélope permanece en el palacio, tejiendo y manteniendo a raya a los pretendientes que esperan ocupar el trono del héroe. Si el espectador conoce los detalles del poema de Homero, seguramente estará en mejores condiciones de recomponer la historia en el nuevo contexto que ofrece Camas..., buscando los nexos que faltan y ensayando nuevos sentidos. Pero si no es así, podrá abandonarse al ejercicio de imaginación que significa el desafío de armar un recorrido propio, en base a un material inspirado en una obra plena de aventuras y dificultades de todo tipo. Porque ya en el original Ulises no las tenía todas consigo: Neptuno había jurado hacerle imposible su regreso, por lo que el héroe naufraga una y otra vez, recorriendo regiones fantásticas, pobladas de gigantes antropófagos, cíclopes y sirenas. Alberto eligió para su montaje algunas de estas situaciones, economizando personajes y citándolas a través de imágenes que, sin duda, alientan lecturas de raigambre psicoanalítica. Entre otras, aparece el engaño de Ulises a Polifemo, su larga estadía en casa de la ninfa Calipso, su paso por los territorios de Circe, quien convirtió en cerdos a sus compañeros, y su descenso a los infiernos para consultar al adivino Tiresias. Alberto fija los diálogos en escenas que parecen encuadres cinematográficos (tal vez algunos se inspiren en la pintura del estadounidense Edward Hopper) para lo cual la luz, la música y el vestuario (o la desnudez) tienen un peso decisivo. En primer plano aparece, en todo caso, un refinamiento mórbido, un quietismo esteticista al que se suma un humor enigmático y extravagante. Si bien no todas las interpretaciones mantienen el mismo nivel, por elección cubren diversos registros, desde el envaramiento y la impostación hasta la expresión de la más completa naturalidad. Ilustran uno y otro extremo el trabajo de María Alejandra Figueroa y Eduardo Lito Molina.
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