Por Inés Tenewicki Una escuela de esgrima en España, con Don Diego de la Vega como líder. La infausta noticia del encarcelamiento de Bernardo, en California. Un precipitado viaje a través del océano, la injusticia del Capitán Monasterio, una hermosa criolla cautiva, soldados incompetentes. Son algunos de los ingredientes de la receta de El Zorro, importados directamente de los Estudios Walt Disney y de la memoria de miles de niños televidentes que hoy son adultos y que acompañarán a sus hijos a ver este revival que fue transpuesto al escenario del teatro Broadway de Buenos Aires. El resultado de la fórmula es bueno, aunque desilusionará a quienes esperen encontrarse con la espectacularidad y los destellos de aquellas espadas de los tiempos de la tele en blanco y negro. En efecto, el escenario del Broadway parece chico para albergar las pretensiones de una épica tan célebre, heroica y --fundamentalmente-- televisiva como la del Zorro. Las virtudes de Claudio Hochman para enhebrar relatos sobre un escenario ya son bien conocidas, y nuevamente demostradas en esta adaptación para el teatro del legendario héroe vestido de negro. En esta oportunidad reescribió, junto a Fernando Lúpiz y Enrique Otranto, una historia de gallardos caballeros en la joven América, llena de aventuras, peligros, romances, traiciones y algún toque de humor. Dicho en otros términos, una muy fiel transcripción del original televisivo, compilado en una hora y cuarto y en vivo y en directo. Lúpiz es el encargado de ponerle el cuerpo al paladín enmascarado y a Don Diego de la Vega, la cara visible ante la sociedad californiana del mismo personaje. Para ello, el actor cuenta, además de cierto parecido con el histórico Guy Williams, con gran habilidad en el manejo del florete, acreditado por su título de campeón sudamericano de esgrima. La contrafigura del Zorro, el Capitán Monasterio (Daniel Miglioranza), es el villano injusto y poderoso capaz de las peores injusticias, desde el cobro leonino de impuestos hasta el intento de unirse en matrimonio con la bella Mercedes (Paula Siero) en contra de su voluntad. Bernardo, el fiel servidor de Don Diego, está encarnado por Pablo Schapira (de larga trayectoria en las obras de Hochman, y muy buen desempeño), y también interpreta a un simpático mensajero tartamudo. El Sargento García y el Cabo Reyes (Pablo Carnaghi y Marcelo Serre) junto con un grupo de torpes soldados, se encargan de dar a la historia el toque humorístico necesario en medio de tanta espada y aventura. Se destaca como Doña Lisa la excelente Julia Calvo, en un papel que le queda un poco chico. El desencadenante de la acción no es otro que el malvado Capitán Monasterio, quien con sus crueles arbitrariedades obligará a un fingidamente tímido Don Diego a regresar de España e imponer justicia, para lo cual deberá enmascararse, y convertirse en el bravo Zorro, que a lomo de su negro corcel, a golpes de espada y deslizándose como la sombra de un gato negro sobre los tejados del pueblo, eximirá a los campesinos del yugo impositivo, liberará a Bernardo del húmedo calabozo y convertirá al obligado casamiento por conveniencia de Mercedes en una luminosa y romántica boda, luna de miel en España incluida. La escenografía es la gran vedette del espectáculo, muy lograda y llena de variantes y que, en conjunción con las luces, es capaz de situar con acierto y encanto las distintas escenas. Las apariciones del Zorro montado en su corcel al fondo de la escena son lo más potente de esta obra, en tanto que la música también hace lo suyo acompañando las irrupciones del enmascarado, como también en las románticas canciones que brotan de los labios de Mercedes. El vestuario está muy logrado, reproduciendo los atuendos de estos personajes californianos, en tiempos de la colonia. La puesta, en suma, tiene todos los ingredientes de una gran producción, pero sin embargo pierde algo de fuerza en tanto el espectáculo avanza, ya sea porque algunas actuaciones, sin dejar de ser correctas, caen en el estereotipo, o bien porque en la transcripción de la pantalla al escenario muchas escenas (los duelos de espada, especialmente) pierden vigor, ya que carecen de las posibilidades que dan las distintas tomas de la cámara, o bien porque no consiguen reproducir el despliegue físico que los actores (o sus dobles) eran capaces de realizar en los estudios.
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