En el cosmos de Samuel Beckett
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Por Cecilia Hopkins Una pequeña área de luz ilumina una mesa y un grabador a cinta, de gran tamaño. Alrededor y en penumbras se percibe un desorden que se extiende por todo el pequeño recinto, un caos hecho de muebles destartalados y cajas empotradas en las paredes. En un costado de su espaciosa sala, el director Ricardo Bartis ha acondicionado este pequeño rincón para situar al único personaje de La última cinta magnética, obra breve de Samuel Beckett que estrenará el viernes en su teatro de Palermo Viejo, el Sportivo Teatral, luego de ofrecer una serie de ensayos abiertos. El espectáculo ha sido concebido a modo de homenaje, a diez años de la muerte del autor irlandés. Conocida también con el nombre de Krapp, la pieza fue estrenada en Londres en 1958 y dirigida por Roger Blin, el mismo que había dado a conocer la mítica Esperando a Godot, seis años antes. En Buenos Aires fue estrenada en 1960 en el Instituto de Arte Moderno y repuesta en 1968 en el Di Tella por Jorge Petraglia, en el doble rol de intérprete y director. En una y otra oportunidad hubo críticos que se resistieron a lo que consideraron caprichos del autor: hubo quien comparó la obra con un puntapié en el tobillo a la actividad teatral y quien consideró que el teatro moderno, sobre todo aquel que se empecina en bucear recónditas miserias a través de un lenguaje nuevo, no es todavía un manjar fácil para muchos. Beckett sitúa el tiempo de la acción muy vagamente, en las últimas horas de la tarde, dentro de algún tiempo. El único personaje es un hombre deformado por la edad, muy miope, de voz cascada y andar penoso. Aunque el actor elegido por Bartis es un hombre joven (Pablo Ruiz), el aspecto físico que Beckett describe ha sido respetado mediante un trabajo de caracterización de corte tradicional. En realidad, llama la atención la fidelidad que esta puesta mantiene respecto del texto original, incluidas las acotaciones del autor: el resultado parece en sí mismo un acto de rebeldía del director hacia sus procedimientos habituales. Exactamente lo que he dicho, fue la respuesta de Beckett cuando le preguntaron qué había querido decir con Esperando a Godot en ocasión de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1969. Reacio a explicar acerca de sus obras y personajes de ficción, Beckett desestimó, en cambio, la posibilidad de que sus piezas pudiesen entrañar explicitaciones racionalistas aplicables a algún aspecto de la vida. Lo suyo fue siempre el escepticismo radicalizado y militante, matizado por un agudo sentido del humor. Beckett presenta en La última... a un anciano que ha pasado su vida llevando un obsesivo registro sonoro de sus experiencias y reflexiones. Esta documentación que él consulta una y otra vez se conserva en cajas numeradas, donde se encuentran los carretes de cinta magnética que año a año conservan sus pensamientos a modo de diario íntimo. Estos recuerdos que vuelven del pasado en su propia y extrañante voz como verdaderas exhumaciones siniestras le habilitan el ejercicio de una feroz autocrítica. A los 69 años, y a punto de grabar un último testimonio desesperanzado, Krapp decide escuchar la cinta correspondiente al día en que cumplió 39, cuando se sentía en la cima (o casi, según aclara) de todas sus potencialidades intelectuales, fuerte como un roble, aunque ya en tren de morigerar sus apetitos sexuales. Sus dos únicos vicios parecen estar representados por el alcohol y la ingesta de bananas. Preocupado por rescatar los momentos que realmente valen la pena para ser revisitados en un futuro, Krapp registra allí el recuerdo de un fugaz instante de amor, que se destaca como una rareza por sobre el resto de la grabación. El hombre se revela como un tipo solitario que ya tiene conciencia de que, muy probablemente, sus mejores años ya pertenezcan al pasado, si es quealguna vez han existido realmente. Las funciones se ofrecerán los viernes a las 22, en Thames 1426. |