Por Diego Fischerman
Las 9 sinfonías de Beethoven son lo que son y, además, lo que simbolizan. Por un lado conforman un relato acerca de cómo un lenguaje instrumental autónomo, sin referencia a ningún contexto que no fuera la escucha en sí (ni el baile, ni la introducción de una ópera o de una pieza teatral, ni la enseñanza ni el entretenimiento cortesano ni el ritual religioso), logró consolidarse. Y de cómo en esa consolidación, al tiempo que cristalizaba algunos mecanismos formales se ocupaba de ponerlos en duda y llevarlos de crisis en crisis. Por otra parte, como señala Esteban Buch en su investigación acerca del tema, estas sinfonías (sobre todo la Novena) estuvieron siempre cargadas de una supuesta trascendencia humanista. Lo que se oye en cada una de las sinfonías de Beethoven (particularmente en las impares, que ocuparon las preferencias de la historiografía tradicional) es la lucha del compositor con los materiales. Y lo que el romanticismo y sus herederos tradujeron fue �las luchas del hombre�.
Luchas en contra de los elementos, luchas para superarse a sí mismo, las luchas del hombre nuevo para imponerse a la ignorancia y al pasado. Toda una carga que le vino bien a casi todo el mundo. De ahí que Beethoven haya sido la música de fondo obligada del ascenso del nazismo al poder, de la derrota del nazismo, de la construcción del Muro de Berlín y de su derrumbe piedra a piedra. Esta corriente de análisis, en la que el componente titánico resulta inevitable, está presente, desde luego, en las interpretaciones tradicionales. Bruno Walter, Wilhelm Furtwängler, Otto Klemperer, Arturo Toscanini y, un poco más acá, Herbert von Karajan son los que edificaron el canon interpretativo de estas sinfonías, con matices que van desde un espíritu clasicista y objetivista (Toscanini) hasta el exhibicionismo salvajemente refinado de Karajan. En los �80 y �90, músicos historicistas que llegaban a Beethoven desde la interpretación de los barrocos y los primeros clasicistas aportaron un punto de vista nuevo. En las maneras de dirigir de Norrington, Hogwood y Gardiner (sus versiones son las más logradas y contundentes) aparecía por primera vez la figura de un compositor en conflicto con los códigos estéticos de su época. En lugar de un Wagner o un Bruckner primitivo (y bastante ingenuo), Beethoven parecía un Haydn o un Mozart que no sólo vivía en tensión sino que decidía convertir esa tensión en estética.
La historia de las interpretaciones de Beethoven es tan buena como cualquier otra (aunque mucho más completa) para entender una época. No a la de Beethoven, desde ya, sino a cada una de las que lo leyeron. Las lecturas, en este caso, hablan sobre todo del lector y el mérito fundante de esta integral que Daniel Barenboim completa por primera vez para el disco es no jugar a la neutralidad. Para Barenboim, aquí al frente de la Orquesta de la Capilla Estatal de Berlín, se trata de dilucidar un mensaje humanista pero, sobre todo, de circular alrededor del mito del Titán. El mismo se siente algo titánico y confiesa que �con la música de Beethoven el problema no es dejarse llevar. El problema es poder frenar�. En efecto, las masas sonoras desencadenadas durante el primer movimiento de la Tercera o la Novena implican una inercia emocional casi imposible de manejar. No es que las versiones de Barenboim no sean, también, delicadas. Basta escuchar al clarinete y los cornos en el trío del scherzo de la Sinfonía Nº 8, por ejemplo. Barenboim, simplemente, decide construir una interpretación desde la tradición de Furtwängler (la tradición con la que él aprendió y de la que aprendió a formar parte). Un elenco vocal de primera línea (Soile Isokoski, Rosemarie Lang, Robert Gambill y René Pape) más una orquesta de sonido cálido y precisión técnica y un excelente coro, grabados como los dioses, en vivo y durante el año pasado, colaboran para que ésta sea la gran versión con la que el siglo XX se despide de Beethoven.
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