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el Kiosco de Página/12

Increíble, pero cierto
Por Ariel Dorfman

Es imposible, y era improbable, y los libros de historia proclamarán que fue enteramente inverosímil. Y, sin embargo, ha sucedido: la Corte Suprema de Chile ha decretado el desafuero del general Augusto Pinochet, quitándole su inmunidad parlamentaria y abriendo paso a que sea sometido a un juicio por sus crímenes. 
Confieso que nunca me atreví a soñar con este desenlace. Ni durante los diecisiete años del reino de terror del General ni menos, paradójicamente, cuando Chile retornó a una democracia vigilada en 1990 bajo una Constitución que había sido cuidadosamente construida por el dictador para garantizar su impunidad y la de sus cómplices. Los obstáculos eran desmesurados: la autoamnistía que Pinochet se había otorgado, su condición de Senador-Por-Vida, el poderoso veto y amenaza que ejercían los guardianes militares y económicos de Chile sobre la vida nacional. Pero la mayor valla la crearon, pienso yo, muchos de los más feroces opositores de la dictadura, quienes, una vez que se hicieron cargo del nuevo gobierno democrático del país, demostraron una excesiva prudencia y un malentendido realismo. Temían, quién sabe si con razón, que el más mínimo amago de juicio al tirano rompiera el delicado equilibrio de la transición, pero tal temor se convirtió en el pretexto incesante y majadero para no concebir siquiera esa eventualidad. Como era evidente que nada podía hacerse, llegaron al consenso pusilánime de que era mejor, por lo tanto, dar vuelta la hoja y dejar que el pasado se muriera lentamente, que los abusos del pasado se olvidaran lentamente. Dejar que Pinochet se muriera y que su muerte les solucionara el problema. 
Yo acepto mi propia responsabilidad en esta debacle moral. Aunque continuaba públicamente exigiendo justicia y acompañaba desde lejos y a veces desde cerca las demandas de los Familiares de los Desaparecidos, aunque me inquietaban las consecuencias para el alma nacional de esta cohabitación con los torturadores, yo también fui incapaz de imaginar un porvenir en que Pinochet fuera juzgado. Hice lo que hicieron tantos compatriotas míos: suprimí mis deseos, me acomodé a la coexistencia con el mal, fui acostumbrándome a que la sombra perpetua del general siguiera envileciendo nuestra convivencia. 
Tampoco tenía yo la esperanza de que la situación pudiese cambiar debido a una intervención desde el extranjero. Puedo recordar, hace unos cuatro años, una llamada excitadísima que recibí de un amigo holandés.
�Casi lo agarramos.
�¿A quién? �pregunté.
�A Pinochet �respondió esa voz desde Amsterdam�. Supimos que estaba acá por una breve visita y conseguimos una orden de detención. Pero se escapó justo antes de que se pudiera cumplir. Por ahí la próxima vez...
¿La próxima vez? Me emocionó tanta devoción de mis compañeros holandeses, pero jamás pensé que podrían tener éxito. Eran unos lindos ilusos, me dije, pero ilusos y utópicos, al fin y al cabo.
Y fue, no obstante, desde el gran mundo exterior de donde vendría el milagro: el 17 de octubre de 1998, detectives de Scotland Yard le avisaron al general, que se recuperaba de una operación de espalda en una clínica londinense, que quedaba detenido por orden del juez español Garzón.
Durante el próximo año y medio, presencié con júbilo e incredulidad cómo los esfuerzos de Pinochet por evitar su extradición a Madrid fracasaban uno tras otro. De todas maneras, quise templar mi alegría, advirtiéndome a mí mismo que no debía esperar demasiado, que había que contentarse con lo que ya se había conseguido, que no era poco: la humillación del hombre fuerte de Chile, sus delitos denunciados globalmente, sus propios abogados comparándolo a Hitler y, sobre todo, el principio de jurisdicción universal que su caso asentó, el precedente de que un jefe de Estado puede ser juzgado por crímenes contra la humanidad en cualquier país y bajocualquier tribunal que actúe en nombre de esa humanidad herida. No podía yo acallar mi murmullo escéptico: se va a escapar, el viejo astuto y ladino encontrará el modo de escabullirse. Y cuando el gobierno británico retornó a un robusto Pinochet a Chile, aduciendo razones de supuesta mala salud, sentí que mis peores pronósticos se confirmaban y que tendríamos que resignarnos a un castigo simbólico.
Estaba equivocado. El país al que volvió el dictador había cambiado. El juicio en el extranjero, el mero hecho de ver a Pinochet prisionero, sujeto a una ley de la que se había sentido siempre ajeno y por la que había mostrado su constante desprecio, terminó quebrando su aura de invulnerabilidad, desterrando el terror que se había apoderado durante tantos años de nuestros corazones. Por otra parte, que tribunales extranjeros estuviesen llevando a cabo un proceso que nuestra propia sociedad, por miedo o por conveniencia, había sido incapaz de enfrentar, remeció como un terremoto la conciencia nacional y avergonzó a la clase política y a los jueces chilenos: quienes jamás habían levantado un dedo para juzgar a Pinochet ahora juraban que tal juicio era no sólo posible sino imprescindible. Y la elección de Ricardo Lagos, el primer presidente socialista desde el derrocamiento de Salvador Allende en 1973, tuvo también importancia: abogados del Consejo de Defensa del Estado se hicieron parte en la querella contra Pinochet que habían presentado familiares de las víctimas que, durante más de dos décadas, jamás quisieron aceptar la impunidad del general.
El veredicto de la Corte Suprema debe, por lo tanto, ponerse en contexto. Fue el último eslabón en un largo proceso que sólo fue posible debido a que miles de activistas de derechos humanos, en Chile y en el extranjero, siguieron creyendo que valía la pena intentar algo que parecía tan quimérico e impracticable. 
No podemos saber si Pinochet será, efectivamente, juzgado por un tribunal chileno o si razones de salud, falaces o auténticas, se invocarán para eximirlo de tal encuentro público con el destino. 
Pero pase lo que pase con el cuerpo transitorio del general, hay una lección que puede extraerse de su derrota, una lección que ojalá hayamos aprendido, y no me refiero tan sólo a los chilenos. El pasado, después de todo, no se muere tan fácilmente como alguna gente en el poder podría calcular. Mientras haya un ser vivo, vivo y valiente, en algún lugar del mundo, que esté dispuesto a recordar y resucitar a quienes dieron su vida luchando por la libertad, esas víctimas no van a extinguirse.
Esa es la lección que nos ofrece el castigo a Pinochet: a veces hay que gritar en voz muy alta que las injusticias de nuestra tierra no tienen para qué ser eternas. A veces hay que tener el coraje de imaginar otro futuro. A veces hay que soñar lo imposible, pedir lo imposible. 
Podría suceder que la Historia nos esté escuchando. Podría suceder que la Historia nos responda. 

Ariel Dorfman es profesor distinguido en la Universidad de Duke. Su última novela es La nana y el iceberg.


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