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el Kiosco de Página/12

¡Argentina, Argentina!
Por Osvaldo Bayer Desde Bonn

Alguna vez tenía que escribir mi reconocimiento a las organizaciones de Derechos Humanos. Nunca la sociedad instó a homenajear a esos hombres y mujeres que durante décadas de sus vidas se han dedicado a la defensa de los derechos de las minorías, de los perseguidos, de los que no tienen voz. Pero principalmente de los presos políticos. Yo fui preso político y tengo esa experiencia que me dejó un sentimiento, de generoso hasta nostálgico, cuando se abrían las puertas de rejas para dejar paso una vez al mes a los representantes de organismos defensores de derechos humanos. En aquellos principios de 1963, tiempo de oprobio para nuestra democracia, gobernaba un grupo militar ávido de poder y de establecer reglas totalitarias en la sociedad. Una patota policial me esperaba a la entrada de mi trabajo y me llevó preso. Por orden del ministro del Interior general Juan Enrique Rauch, un personaje ridículo, con retorcidos bacilos de totalitarismo en sus sesos vacíos. Nunca me dijeron el motivo de por qué me llevaban para arrojarme detrás de rejas. 
Al principio, me tuvieron tirado en el Departamento Central de Policía, edificio donde ocurrieron hechos tan denigratorios a la dignidad humana que toda la gente de honor debería cruzarse de vereda antes de pisar su territorio, por lo menos en memoria de tanto humillado, tanto torturado, tanto denigrado que padecieran bajos esos techos. Bien, me tiraron en una oficina que tenía el nombre nada menos que de �orden social�. Y después de 48 horas sin beber ni comer me llamaron para preguntarme si yo había viajado a la Alemania del Este para hacer ejercicio de tiro. Pese a lo grave de la situación me pareció tan ridícula la pregunta que me hacía ese muñeco disfrazado de azul, con rostro típico de palidez impotencial, que no pude menos de reírme a carcajadas. Yo, ejercicios de tiro en la Alemania del Este, yo que había estado en el servicio militar dieciocho meses y que por incapacidad manifiesta no había llegado a cumplir ni la cuarta condición de tiro porque cuando apuntaba me ponía a descifrar en mi mente las poesías de Góngora. No, tal vez si hubiera ido a la Alemania del Este o del Oeste habría sido para probar la fibra poética de las germanas de cualquier punto cardinal. Pero bien, aquella fue la única pregunta que sirvió de base �no la respuesta� a mi envío a la cárcel. Y allí, detrás de las rejas, la primera visita que recibí fue de la Liga por los Derechos del Hombre que no me preguntaron mi ideología política ni si estaba inspirado por Marx, por Bakunin y por San Juan Evangelista. El diálogo fue serio y la preocupación de su parte era mi defensa legal y si mi prisión me había acarreado problemas personales. 
A partir de ese momento supe lo que son los abogados de Derechos Humanos, hombres que en vez de defender a Angeloz, a Moneta o a Alderete, pasaban sus horas apoyando a los humildes presos políticos, aun ante las dictaduras más crueles y bestiales. Cuando a mediados de los cincuenta trabajaba en la redacción de Noticias Gráficas iba con los poetas José Portogalo y González Carbalho, en nuestras horas libres, a visitar a los presos políticos. Me acuerdo de sus rostros y sus expresiones entre esperanzadas y dispuestas a resistir. Me viene a la memoria la poesía de Raúl González Tuñón: �Miren, están ahí encerrados/ como las fieras del circo están en el bestiario/ apenas una raya pálida de luz por las rendijas de las ennegrecidas claraboyas/ y sobre duros lechos sórdidos duermen su sueño la esperanza y el sobresalto/ el santo odio, la congoja por la casa perdida/ en donde un niño triste está esperando/y una mujer recoge migas en el mantel/ del viejo hule endomingado�. O cuando el mismo poeta nos habla de las mujeres que llevan comida a sus presos. Y aquí, a mí me llenan de emoción dos figuras, dos mujeres silenciosas y constantes, María Elena y Nenina, en sus visitas durante años y años a los presos políticos. Domingos, tormentas, las temperaturas bochornosas del verano: allí, con sus paquetes, el ruido de las rejas que se abren, la humillación con la mirada de los uniformados hacia los amigos de los detenidos. Los abogados de Derechos Humanos y las �mujeres que les llevan la comida a los presos�, como las llamó el inolvidable Raúl. 
Me acuerdo bien de un domingo de verano a mediados de los ochenta cuando la llevé a la actriz noruega Liv Ullman a visitar a los presos de Alfonsín. Así los llamábamos a los presos que habían sido condenados nada menos que por los tribunales de la dictadura y que cuando asumieron los radicales siguieron presos. Una cosa que ha sido olvidada pero por lo cual Alfonsín y sus radicales jamás pidieron disculpas. Los asesinos afuera, a Rico se lo fue a calmar a su propio cuartel, pero para los presos del nefasto �proceso�, a ésos sí, la cárcel, hasta que cumplieran el último día ordenado por los milicos o los jueces sobones de ese período. Liv Ullman aceptó de inmediato, sabiendo que estaban presos desde la dictadura de Videla, pese a que era un domingo de enero de 40 grados a la sombra a las dos de la tarde. Me acuerdo muy bien, cuando Liv Ullman estampó un beso en cada mejilla de los presos. Estos se ruborizaron como tomates, y creo que hasta hoy no han vuelto a su color normal. Liv Ullman, con su gesto, les demostró a los políticos de la democracia que hacían la venia qué es lo que pensaba de esa tremenda traición a la dignidad humana. Poco después los legisladores radicales levantaron obedientemente la mano para obediencia debida y punto final. Claro, no es lo mismo beneficiar a un muchacho rebelde sin padrinos que a un militar con uniforme. Hay que pensar en el futuro. 
Y hoy se repite aquella realidad de los ochenta. Lo de ayer en el Congreso fue una comprobación de lo que es la pobre democracia argentina, llena de cojeras y miradas al costado. Se ha constituido una increíble alianza: la mayoría de la bancada radical, la peronista y la Radio 10 de Daniel Hadad. Una alianza que se formó en la igualdad de propósitos �cada uno, por supuesto, con su estilo propio�. Le tienen miedo a discutir la recomendación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Aquí se derrite toda nuestra vocación democrática y la obligación de dictar justicia. De todas las palabrotas de Hadad, a los borradores del solícito Gil Lavedra; de los uno por dos de Stubrin, a los disparates históricos del peronista Soria por televisión que más que disparates son embustes de cuarta (para los lectores detallistas me dijeron que Soria no estaba descamisado, sino impecable, en su traje príncipe de Gales, atildado y peinado por Giordano) confundiendo adrede que la recomendación de la OEA se refería a Gorriarán Merlo. (Lo que pasa es que Soria no había tenido tiempo en tres años de leer el documento de la OEA y en ese caso sólo había escuchado a Radio 10.) La calavera de Mussolini comenzó a tomar color en los últimos días. Se dice que la bancada peronista y los cuarenta radicales, que en el caso de que la OEA llegue a insistir se van a unir al grito de �Argentina, Argentina� como lo hicieron en 1978 cuando ganamos para Videla el campeonato de fútbol.


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