Por Hilda Cabrera
El hombre que recuerda no es un personaje anecdótico, aunque es probable que a lo largo de su vida haya acumulado infinitas historias y sus gestos sean hoy espejo de otros rostros. La muerte biológica de una mosca desencadena en él asuntos tan banales como medulares, y miedos y confesiones que a veces se atreve a llevar al límite. El monólogo escrito por Eduardo Pavlovsky se resiste a los encasillamientos, acaso porque en ese vaivén entre el azaroso pasado y el desmayado presente, el protagonista, testigo de aquello que cuenta y nudo de innumerables contradicciones, sólo parece tener una única salida y, para peor, agónica. Desde la platea �que ocupa apenas un sector de la precaria sala alta de Babilonia� el público se apresta a ser a su vez testigo de las turbulencias de una existencia intensamente vivida y, como podrá comprobarlo en el transcurso de la obra, marcada por el placer y su fugacidad, por la ternura, la pasión y la violencia.
A semejanza de aquellos seres atacados por alguna rara ensoñación, el hombre divaga entre lo que cree ser y lo que fue o pudo haber sido y lo que tal vez será. Se supone que en esta duermevela derribará las barreras que suelen interponerse entre la memoria y la fabulación, y llegará a producir alguna convulsión en su presente, algo que le haga trastabillar, o le produzca ese repentino cansancio que lo hará echarse en un sillón, por otra parte el único elemento no imaginario que acompaña al actor. En una u otra situación, será el mismo personaje el encargado de delinear esa caótica interioridad que, Pavlovsky, en tanto autor y actor, dibuja con trazos toscos, �animados� por toques de trasgresora poesía. Esto da lugar a una extraña convivencia entre la furia, los miedos, la necesidad de ternura y el deseo de libertad.
Una conjunción que tiñe de extravagante a ese ser que en su monólogo parece no querer distinguir entre el mundo �real� y el lúdico, actitud que puede llegar a producir en el espectador la impresión de quedar atrapado, al menos por el tiempo que dura el espectáculo, en un mundo tan personal como totalizador. No hay en ese universo exquisiteces, sí en cambio una madurada ansia iconoclasta, que el actor expresa siempre de modo directo. Lo manifiesta no sólo a través del texto: también en las acciones físicas, en el andar quebrado de su personaje, que antes que debilidad es chusca ironía. De ahí que al preguntarse �¿Qué tengo que hacer ahora?�, un sector de la platea ría, por poco tiempo, porque las confesiones del protagonista no dan para tanto: �El suicidio mío vendría cuando yo tuviera que inventar un gesto�, dirá después, como para congelar tanta algarabía.
Acaso porque La muerte... es un recuento, probablemente no el único, de alguien capaz de fabularlo todo, seduce de entrada, como al protagonista la muerte de una mosca, a la que da nombre pero no puede inventarle una historia, como sí lo hará consigo mismo y con quienes se le cruzaron en la vida. Puede imaginar un mundo sobre aquella mujer que cortaba un salame de Milán o el buen hombre queperforó su pecho a puñaladas para sentir la �realidad� de su cuerpo y de su dolor. Es así que Pavlovsky mezcla historias como naipes, se trampea a sí mismo y memora un pasado de boxeador y de amante. �¡Qué maravilloso es sentir el cuerpo!�, dice el actor, mientras rescata otros relatos y enamoramientos y le pregunta a Aristóbula, la imaginaria mujer con la que dialoga en escena, si ella recuerda esa carta que le envió un 15 de enero de 1957. Y no se detiene. Va más lejos todavía, recuerda los veraneos de la niñez y a un padre que, ante la imperiosa necesidad de �hacerse hombre�, aconsejaba: �Mirá los culos, hijo�.
En este recorrido, el actor sabe cómo dar vuelta cualquier situación, sea ésta patética o cruel, amorosa o levemente nostálgica, como aquella en la que recuerda al café La Humedad. Juega con la voz y transfigura el gesto, le imprime más quiebres a su andar e instala al espectador en diferentes lugares, épocas y situaciones, algunas risueñas, como cuando creyéndose un Marlon Brando decidió tomar clases con un batallador maestro de actores. Otras eran más conflictivas. Las referidas al boxeo, por ejemplo, que en este trabajo es sinónimo de ruda fiesta, cuando le sirve para memorar a los grandes deportistas, pero también ominosa tragedia cuando lo relaciona con otras palizas y con la tortura.
La obra tiene ese matiz misterioso de lo inacabado, en el plano autoral como interpretativo. Es una sucesión de secuencias intempestivas, que impresionan tanto por su desborde como por el freno que �se supone� les puso el director Veronese, y que por inconclusas aparentan ser irrepetibles. Extraña, por ejemplo, que el actor diga que la huida tiene �música�, pero se entiende. Se le cree también cuando apunta que es imprescindible no mentirse más y es posible acompañar a éste en sus silencios e invenciones, porque sus palabras suenan convincentes. �Todos los días hay que inventar algo�, recapitula este hombre que se autocalifica de �abuelo perverso�, en una secuencia en la que Pavlovsky pone a prueba su más oscuro histrionismo.
�Hay que crear escenografías diarias�, sostendrá sin bajar línea este personaje al que un maestro de actores lo puso alguna vez frente a un espejo, le preguntó si se creía hermoso y comprobó, aprobatoriamente, que era un verdadero Narciso. Ese hombre que hoy memora es también quien se vale de la distorsión y el disparate para aligerar el drama, arrancar risas e incluso fantasear con multitudes que ríen a carcajadas mientras imagina que a él le ha llegado la hora de partir.
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