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Por Mario Wainfeld
Solo, de pijama, René Favaloro terminó con su vida. Una decisión individual que �suele ser norma entre los suicidas� acompañó con una serie de ritos y programó como un haz de mensajes. Los ritos fueron vestirse para la ocasión, mirarse al espejo antes de pegarse un tiro. Los mensajes fueron más que abundantes, empezando por el balazo propiamente en el corazón y siguiendo por una pléyade de cartas. También suele ocurrir, los suicidas son proclives a diseminarlos. Usualmente son mensajes culpógenos destinados a detonar en breve plazo en el corazón y la mente de los deudos.
La respuesta colectiva y palpable fue una tristeza genuina, que prestamente derivó en la construcción colegiada de un perfil de Favaloro y �casi al mismo tiempo� en un tan rápido como banal ajuste de cuentas con los supuestos responsables de su irrevocable decisión.
Un perfil argentino
La gente común, sus colegas y algunos testigos calificados por prestigio y cercanía evocaron a un hombre laburador, de origen humilde, estudioso, que fue a perfeccionarse a Estados Unidos y luego eligió regresar acá. Un médico talentoso, autor de un descubrimiento genial y útil, que honró el quirófano hasta los últimos días, que había cimentado una Fundación que reproducía su obra y lo sobreviviría. Una síntesis personal de la cultura del esfuerzo y del trabajo, que alguna vez fue el ideario de los argentinos, condimentada con un éxito no menor pero nada frívolo. El hijo dotor que fue sueño de tanta madre argentina. Dicho sea de paso, aunque se reconocía el genio del inventor del by pass, no fue esa condición impar (y esquiva a la mayoría de los mortales) la que más se enfatizó en su recuerdo sino la humildad, dedicación y altruismo del cardiocirujano.
Colectivamente se eligió a un hombre para llorarlo, llorando a la vez el extravío de una utopía de progreso moral basada en el esfuerzo, el estudio y el trabajo diarios volcados a bienes públicos y con aptitud para perdurar a través de generaciones.
Está más allá de la capacidad �y de las atribuciones� de este columnista aseverar si Favaloro fue en vida el modelo exacto de la estatua que de él se construyó. Pero sí le cuadra decir que, dentro de la penuria, es bueno y hasta bello que la gente añore y honre a alguien así.
Linchen al culpable
Así como el oro viene a veces mezclado con la ganga, ese sentimiento noble brotó entreverado con la construcción mediática de la pesquisa, persecución y sentencia sumarísimos del culpable del suicidio. El chivo emisario fue �como corresponde en épocas de individualismo y liberalismo acendrados� el Estado que, como ya es sabido, está en el ADN de todas las desdichas comunitarias.
La acusación �cuya semilla estaba en las propias misivas de Favaloro y que algunos medios gráficos y casi todos los audiovisuales transformaron en dogma y en Inquisición� es que la falta de apoyo económico y hasta de atención de sucesivos gobiernos y funcionarios determinaron el suicidio.
En términos de explicar la decisión de Favaloro ese discurso es �por decir poco� demasiado simplificador. El apego a la vida y el instinto de conservación humanos son tan fuertes que la mayoría de las personas sobrelleva los padecimientos más atroces sin poner fin a sus días. No es el contexto triste o trágico el que determina �si se prefiere no es el único que determina� a un ser humano a eliminarse. Esos datos sólo desencadenan el suicidio sobreimpresos a un contexto de depresión y baja de defensas.
Pero, como escribió el psicoanalista Juan Carlos Volnovich en una brillante columna publicada ayer en este diario, acá �importa más la narrativa que circula por el imaginario social que las causas reales delsuicidio individual�. Y, en ese plano, el reclamo de que el Estado pagara, al toque, sin controles y a fondo perdido, la plata que Favaloro necesitaba para mantener a flote su Fundación es una incongruencia grave en tiempos de penuria del erario. Dice bien Volnovich �es el ideario neoliberal el que domina cuando sólo se reclama que el Estado cumpla sus compromisos con la Fundación (Favaloro). Oculta que la Fundación es una empresa y que su condición de �bien público� no tiene por qué hacernos olvidar su característica emblemática: la privatización de la salud pública�.
Dicho con otras palabras: dado que el mercado, en la brutalidad de sus reglas, desampara a tantos ¿cuál es el imperativo ético que determina que un Estado enflaquecido privilegie (son meros ejemplos) asistir a la Fundación Favaloro antes que a localidades fantasmas como Cutral-Có o General Mosconi? ¿Por qué no destinar más millones de pesos a los Planes Trabajar o a cumplir en todas las provincias con el pago del Incentivo Docente?
Puestos a preguntar ¿por qué no impulsar el salvataje privado de una empresa privada en vez de seguirle ladrando a un atónito ministro de Salud? ¿Por qué no proponer que las concesionarias de servicios públicos, Amalia Lacroze de Fortabat, Goyo Pérez Companc, Marcelo Tinelli, Susana Giménez, el propio diario La Nación que se ha ungido en Catilina del Estado, entre otros, saquen un palo verde o dos de sus faltriqueras para salvar a ese bien común? La respuesta es simple: porque está naturalizado que el capital privado sólo funciona para reproducirse y no se inclina a hacerse cargo de salvaguardar intereses colectivos.
El reparto inequitativo del poder, el prestigio y el dinero que caracterizan a esta sociedad se redobla cuando �aún sin dobles intenciones� se pide que el Estado �que desguarnece hospitales y escuelas� atienda a una empresa privada en desgracia.
La culpa y la distracción
El Gobierno, interpelado en forma tan acelerada como injusta, respondió con la culpa que ya integra sus códigos genéticos. El propio presidente Fernando de la Rúa se enredó explicando por qué no había contestado en el día una carta de Favaloro. Hubiera sido de todo sentido común decir que esa proeza no es sencilla para quien recibe a diario millares de comunicaciones y que no está obligado a someterse a los compulsivos tiempos de quien por un lado hacía el pedido y por otro ya había encargado los sobres para dejar sus cartas póstumas. Pero el Gobierno se trabó en una madeja habitual para él. Es curioso el desempeño comunicacional de la Alianza: combina un manejo refinado en materia publicitaria (Ramiro Agulla lo hizo) con creciente dificultad para emitir discursos convincentes sobre su concreta práctica de gestión en el día a día. Suele pagar un alto precio cuando le cabe enfrentar a la prensa y no filmar un spot.
Aunque el Gobierno no debería cargarse de culpas por una tragedia individual sí debería sentirse aludido por el dolor que ella desencadenó. El bajón, la desazón colectiva tampoco son �culpa� de una administración nueva pero sí aluden a un estado de cosas que ésta debería intentar modificar.
De la mano del radicalismo, del peronismo y de la Alianza la Argentina se ha internado sin proyecto propio en un mundo globalizado que le es hostil. Es un país pequeño y endeudado y agrava esa debilidad con dos desventajas comparativas: su sistema monetario y su condición de aventajada productora de materias primas cuyos competidores del Primer Mundo son subsidiados por sus gobiernos.
La decisión �jamás retocada por los ministros que lo sucedieron� de Domingo Cavallo a comienzos de los 90 fue que la economía nativa no se sujetara a ningún planeamiento indicativo, que reaccionara permanentementecon rápidos reflejos a las necesidades de los mercados. Bromeando apenitas: un país que como el Exxel Group gerenciara el lunes una heladería, la vendiera el martes y comprara el miércoles una fábrica de tampones. Alguna vez el economista radical Adolfo Canitrot describió esa opción con la metáfora �salimos a ultramar en carabela�. Pues bien: la carabela, como Dios manda, deriva o naufraga. Jamás arriba a buen puerto, entre muchos lógicos motivos, porque ni siquiera ha elegido uno como destino. Ese devenir de una cáscara de nuez en el océano fue bautizado por el ex ministro de Economía Roque Fernández como �piloto automático�.
La fe en el mercado se ha traducido en una vida sin rumbo. La Argentina (y esa carencia sí es reprochable al oficialismo) carece de un proyecto para crecer, para amortiguar la desigualdad. Ni siquiera tiene seriamente previsto cómo hará el año próximo para gobernar prolijamente y pagar intereses de la deuda externa (sus dos pulsiones mayores) cuando mengüen sus ingresos fiscales y deba además reducir el déficit.
El país sale sin plan ni estrategia a competir en condiciones desparejas. Algo similar le ocurre a la mayoría de sus habitantes en el acotado mercado local. El futuro construido progresivamente y desde el pie, con empeño y trabajo en pos de objetivos precisos que tan bien corporizó Favaloro nada tiene que ver con la cotidianidad de la inmensa mayoría de sus compatriotas.
La idea del progreso moral también se evapora tras la fuga del Estado. El Estado providencia se cuestionaba por faraónico (también lo es la Fundación Favaloro) pero tenía varias virtudes y alguna ejemplaridad. Por caso, propendía a saciar un par de imperativos éticos: transferir recursos e ingresos entre individuos de distinta capacidad económica y entre distintas generaciones. El mercado, prolijamente, se desliza a la concentración y al consumo inmediato.
La Alianza sigue esperando que los vientos lleven a la carabela a buen puerto. Ese derivar, esa deliberada carencia de carta de navegación (que por ahora las personas del común tratan de no achacar al timonel), esa certeza de que el futuro es aún más penoso que el presente es seguramente una de las cosas que muchas mujeres y muchos hombres de a pie lloran cuando lloran por Favaloro.
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