Por Hilda Cabrera
Crear lazos emocionales intensos a través de personajes catárticos y de fondo complejo es una de las especialidades de la actriz y directora Cristina Banegas, cuyas composiciones en teatro, cine y televisión no pasan inadvertidas. Hay algo inefable en sus trabajos, como en los versos de la poeta uruguaya Delmira Agustini, retratada en su puesta de La pecadora, habanera para piano. Ese algo es la señal que deja �un pensamiento mudo como una herida�. En todo caso, lo extraño es que esos seres, aun los marcados por una cierta comicidad �como la feminista a ultranza que corporizó años atrás en la televisiva �Los machos��, parecen no tener otro horizonte que una pesadilla. Menos disparatado pero igualmente obsesivo es el de la madre alcohólica que interpreta ahora en �Vulnerables� (Canal 13): alguien que cree hallar ternura en la joven con quien convive y desatiende a su hijo, drogadicto, desesperado.
Figura enigmática para los directores de teatro y cineastas locales, Banegas viene construyéndose desde hace tiempo otros espacios artísticos, acaso para referirse a los mismos temas: las tibiezas y heridas del amor, la pasión, el desgarro y la locura agazapada. Ese terreno no es otro que el del canto, que se manifiesta en un lugar que la reconforta: el Club del Vino (Cabrera 4737), fundado por su marido, el fallecido arquitecto y empresario Cacho Vázquez. Es así como todos los viernes de agosto la actriz recrea escénicamente su hasta ahora único disco en el que interpreta tangos, milongas y valses. La acompañan Ubaldo de Lío (guitarra y arreglos), Osvaldo �Marinero� Montes (bandoneón), Arturo Schneider (flauta traversa) y Gabriel de Lío (bajo). Hábil para llevar a escena la poesía de Juan Gelman (Salarios del impío, donde se puso en la piel de una mujer devastada por innumerables exilios) o de Leónidas Lamborghini (en Eva Perón en la hoguera, un trabajo estrenado en 1994, segmentado, cortante, inspirado en la imagen de una Eva que, de haber regresado como fantasma a la Argentina menemista, �hubiera estallado y sería más resentida y dogmática�), Banegas se anima con los letristas de tango, muchos de ellos míticos, y hasta con Carlos de la Púa, el mayor poeta lunfardo. En diálogo con Página/12, después de maquillarse para las fotos y disimular las ojeras que le dibuja tanto trajín laboral, dice incluso que piensa incorporar textos de De la Púa a La morocha, espectáculo sobre coreografía de Iris Scaccheri que presentó en junio en Madrid, estrenará en setiembre en San Pablo y mostrará en octubre en Buenos Aires. En materia teatral proyecta además una versión del monólogo de Molly Bloom del Ulysses, de James Joyce.
Premiada en 1999 por Las irlandesas y La pecadora... (de Adriana Genta), que dirigió en su teatro-taller El Excéntrico de la 18º, Banegas acredita una intensa trayectoria en teatro, donde debutó en 1968. En la pantalla, su primer trabajo fue en Verano 1912, dirigida por Oscar Kantor. �Tenía 18 años cuando entré al cine. Lo recuerdo bien: estaba embarazada�, cuenta ahora esta artista que participó últimamente de varias películas, a punto de ser estrenadas: Vocación, de Héctor Faver (filmada en España); El astillero, de David Lipzic, y, entre otras, Contraluz, de Bebe Kamin.
�¿Qué le aportan estas experiencias simultáneas en teatro y cine?
�Cuando uno domina las técnicas teatrales es más fácil trabajar en el cine, que es el arte de la fragmentación. Aunque en el teatro estamos acostumbrados a los planos generales, a mí me gusta experimentar, como en el cine, con planos medios y cortos. Armar escenas en las que la atención quede, por ejemplo, centrada en una taza de té que sostengo temblando. Esa es una secuencia que compuse para una obra y viví como un homenaje a la película La esclava del amor, de Nikita Mihailkov.
�En la pieza teatral Otros paraísos (de Jacobo Langsner) se vio algo parecido...
�Sí, pero allí no era una taza sino fotos. (Banegas interpretaba a una madre que había perdido dos hijos, uno desaparecido durante la represión militar y el otro, caído en Malvinas). Ese temblor era un primer plano para el público, y para mí. Son escenas que llevo muy presentes, porque me gusta pensar que los ojos son como una cámara. Eso me ayuda a trabajar en los bordes y perforar la percepción del que está viendo.
�¿Cómo fue su pase al canto?
�El que editó nuestro CD Tango y pensó que yo podía largarme a cantar fue mi marido, Cacho Vázquez. Por eso, poder hacer ahora nuevamente este recital, después de su muerte, es para nosotros algo enorme. El fue el instigador de todo esto y el creador de este espacio (Club del Vino). Yo no me atrevía, además porque el escenario me da cada vez más pánico.
�Pero él confiaba en que podía hacerlo...
�Sí, y eso me sostuvo. Además, trabajé mucho. Retomé mis estudios de canto y traté de mejorar. Había estudiado, pero hace muchos años con Susana Naidich que, según leí en una nota sobre Eduardo Rovira (compositor y bandoneonista), sacó un disco de edición limitada en el que canta acompañada por la orquesta de Rovira. Ella fue mi primera maestra. Después estudié con Ernesto Capdevila, recomendado por Cecilia Rossetto, y en estos dos últimos años con Nora Fainman, que es profesora de Lidia Borda, con quien hicimos, junto a Liliana Herrero, Veladas criollas (tango y folklore), también en el Club del Vino.
�¿Le interesa también otro género musical?
�Me gustaría cantar Negro Spiritual. El del canto es un largo camino, y yo recién estoy iniciándolo, pero me interesa mucho esa relación entre el cantar y el decir. Para mí ése es todo un dilema que pretendo descifrar escuchando a Rosita Quiroga o Azucena Maizani, a Elis Regina o María Callas. Por eso, si algunos tangos lo permiten, dramatizo, o hago un bluseado.
�¿Por qué elige un repertorio centrado en los años 20 y 30?
�En principio, porque me siguen sorprendiendo los temas que eligieron cantar aquellas minas pioneras del tango y la articulación que existía entre ese cantar y el de las tonadilleras, vedettes y actrices. Me fascinan Tita Merello, Sofía Bozán, Imperio Argentina, Celia Gámez, Raquel Meller... Aquél era todo un movimiento. Esas mujeres eran pre pop, porque pasó mucho tiempo antes de que se les reconociera que lo que hacían era valioso. Esto nos pasa porque aceptamos mansamente la colonización cultural, que significa homologar lenguajes, modos de actuación y no debatir sobre la identidad. Marcello Mastroianni tenía una forma de actuar �italiana� y John Gielgud, una �inglesa�. Era imposible confundirlos. Nosotros, en cambio, somos más problemáticos, porque tenemos muchos referentes y apenas conocemos los propios.
�¿No le asusta esa vuelta a modelos que se consideran superados?
�No, porque no pretendo hacer una actuación arqueológica. No me da miedo el naturalismo: ya soy una chica grande. Lo que me asusta es otra cosa: exponerme, olvidarme de un texto o de la letra de un tango. Quebrarme en el escenario. Pero eso me pasó siempre.
�¿Por qué dice quebrarse?
�Porque cuando uno pasa por momentos personales muy intensos es mucho más costoso sostener una armazón imaginaria, como la que se necesita construir en el teatro. Recuerdo que cuando trabajaba en El príncipe idiota (una versión de la novela de Fedor Dostoievsky que dirigió Inda Ledesma) mi padre estaba muy grave y para mí era muy difícil salir a escena. No encontraba espacio ni tenía la energía psíquica suficiente para actuar. El campo de lo real chupaba todo. Con esto quiero decir que hacer un corte del tiempo real, de mis pensamientos y emociones, es siempre unesfuerzo que me asusta. Mientras uno está en el camarín y se maquilla piensa en cómo construir una hiperrealidad. Y a veces, en el escenario, no lo consigue. No puede construir una imagen, y entonces la gente, el público, se aburre, porque �no ve nada� en el escenario. Es diferente cuando uno consigue transmitir ráfagas de emociones. Cuando esto pasa, entonces sí hay teatro.
�¿En su caso, cantar es recuperar parte de su pasado?
�Vengo de una familia de payadores, cantores y recitadores, de tías que tocaban el piano y la guitarra. Por parte de mi madre eran andaluces. Eramos todos muy musicales. En 1978 canté en un ciclo para televisión, �Yo soy porteño� (Canal 11), con Aída Luz, Adrián Ghío, Jorge Sobral, y un quinteto de músicos en el que estaba Roberto Grela. Y en teatro, en La vuelta manzana y en Woyzeck (de George Buchner, con dirección de Jorge Eines). Siempre me interesó cruzar el canto con la actuación, como ahora en La morocha y en el recital de tango, bucear en el repertorio de aquellas mujeres tan zarpadas y en los �signos� que nos dejaron, pero nunca imitándolas. Tampoco puedo. No soy buena para imitar ni para contar chistes, algo que me gustaría saber.
La carga de la tragedia
En su rol de actriz, Banegas reconoce que hay determinadas situaciones extremas: �Hay quienes actúan en momentos difíciles, pero todos, creo, podemos dar testimonio de que es una carga enorme. Es extraño, pero a veces nos pasa algo semejante cuando en lo personal todo está demasiado bien. Me ha pasado estar así y tener que ir al teatro a hacer Antígona, de Sófocles, o El padre, de August Strindberg (dos obras dirigidas por Alberto Ure) y no saber cómo encarar tanta tragedia. También, a veces, uno tiene días �tarados�, en los que está como achuchada y lo único que desea es quedarse en casa tomando mate. |
En busca de las raíces
Banegas sostiene que siempre le fascinaron las mujeres que se atrevieron a cantar tango, �como Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Mercedes Simone, y otras que también eran actrices. Para La morocha, con Iris Scaccheri armamos una pequeña historia a partir de viejas películas en las que aparecían esas mujeres. Pensamos en una solitaria, un poco feíta pero muy tierna, que imagina cosas y recita poesías y textos saineteros. Hicimos un cruce de géneros y estilos: una actuación naturalista pero con toques gauchescos y de la revista porteña. Creo que los intérpretes argentinos olvidamos durante mucho tiempo a los artistas criollos. Fuimos demasiado fieles al naturalismo del Actor�s Studio y olvidamos algunos estilos de interpretación nuestros, como el del cine y el teatro popular de la década del 40. El estilo de una Tita Merello�. |
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