Por Diego Fischerman
Una primera mirada podría ver en Bill Frisell a un guitarrista de jazz. Incluso, al mejor, o al más interesante y original de los guitarristas de jazz actuales. Pero sería una mirada parcial. No porque el jazz lo sea; al fin y al cabo esa palabra hoy sirve para designar casi cualquier música instrumental y/o improvisada que se haga en cualquier parte del mundo, desde la del bandoneonista Saluzzi hasta la del intérprete de oud Rabi Abbu Khalil o la del acordeonista Richard Galliano. La mirada sería parcial porque Frisell, además de ser un músico de jazz, es alguien que refundó la idea de la música norteamericana.
Sus elecciones de repertorio y de músicos acompañantes, sus abordajes de tópicos tan distintos como sólo pueden serlo los modernistas americanos como Copland y el country a la manera de Nashville, su genealogía anclada en el purismo de Jim Hall y el impurismo de Jimi Hendrix, muestran otra cosa. El proyecto de este guitarrista creativo, imprevisible y en muchos aspectos genial que la semana que viene llegará por primera vez a Buenos Aires es, más bien, la creación de una especie de pan-norteamericanismo musical. El molde contenedor es el del jazz. Pero lo que allí se vierte proviene de las fuentes más diversas.
El disco Fluid Rustle, del contrabajista alemán Eberhard Weber (quien había tocado con Gary Burton y un jovencísimo Pat Metheny), y poco después Path, Prints y Wayfarer, con el saxofonista noruego Jan Garbarek, alcanzaron para ponerlo en primera línea. Había varias cosas que llamaban la atención. La primera de ellas era la renuncia evidente a tocar escalas y notas rápidas como norma. La segunda era el timbre. Esas notas largas, con un color cuya consistencia era mucho más cercana al de Zappa, Hendrix o al sonido Pink Floyd que al de cualquier guitarrista de jazz anterior (salvo, tal vez, Terje Rypdal), se imponían con la fuerza de esos actores y actrices secundarias cuya trayectoria futura ya puede adivinarse en una fugaz primera toma. Allí, breves, casuales, suelen robarse las escenas en que aparecen. Será por eso que muchos de los grandes discos que Frisell grabó con otros parecen, a lo lejos, discos de Frisell. Rambler, junto al notable trompetista Kenny Wheeler (con el que volvió a grabar en el magnífico Angel Song), sus dos discos dedicados caprichosamente a la Lulu de Pabst (o sea a la Louise Brooks que ocupa ambas tapas) con el trombonista George Lewis y el saxofonista y compositor John Zorn, los álbumes de homenaje a Bill Evans y a Thelonious Monk con el baterista Paul Motian, los dos del cuarteto Bass Desires, junto a John Scofield en guitarra, Marc Johnson en bajo y Peter Erskine en batería, están entre lo mejor producido por el jazz en los 80.
Pero es con Have A Little Faith, This Land (un título bastante explícito) y el par de CDs con músicas para proyecciones imaginarias de films de Buster Keaton donde Frisell consolida su estilo. La seguidilla de Nashville, Gone, Just Like a Train y Good Dog, Happy Man �todos ellos junto a músicos provenientes de otros géneros� y de Ghost Town �guitarra sola y sobregrabaciones� marcan una línea absolutamente personal e inimitable. Una línea que permanece visible en su deliciosa colaboración con el pianista Fred Hersch (Songs We Know) y en su extraño disco gemelo al que grabaron Elvis Costello con Burt Bacharach (en Sweetest Punch repite las mismas canciones pero con su grupo más el agregado de Costello y Cassandra Wilson, en dúo en un tema y cada uno por su lado en otros dos). El trío con el que llegará a esta ciudad para actuar el martes 15, el viernes 18 y el sábado 19 en La Trastienda estará conformado por él en guitarra, Tony Scher en bajo y Kenny Wollesen en batería. Estas presentaciones, producidas por el ciclo radial Tribulaciones, lo traen en el momento más alto de su carrera.
Nacido en Baltimore en 1951, clarinetista de bandas durante su infancia en Denver, músico de blues al principio, estudiante de música de la Universidad de Colorado del Norte y más adelante del Berklee College of Music, su carrera despegó cuando se radicó en Bélgica en 1978 y comenzó agrabar para el sello alemán ECM. Al año siguiente volvió a Estados Unidos y comenzó el desarrollo musical que culminó en este estilo musical que, a falta de otros rótulos, algunos críticos norteamericanos comenzaron a llamar americana. El propio Frisell, en un reportaje publicado por revista Clásica, minimiza la clasificación: �Antes era el guitarrista de ECM, después el guitarrista del downtown y ahora hago americana. Es nada más que otra etiqueta�.
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