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el Kiosco de Página/12

Por Juan Sasturain

Por esas cosas que tiene el idioma, en el de la Real Academia se nombra al ganador, sobreviven los perdedores pero no hay palabra que designe a los que ni: los empatadores no tienen nombre. Es que empatar parece no significar nada, o significar sólo cuando vale por otra cosa que el hecho mismo de igualar en una competencia. El sábado, sin ir más lejos, en BocaGimnasia, el empate tuvo significado en tanto y en cuanto no lo fue: para Boca fue una derrota; para Gimnasia, un triunfo. Hubo ganadores y perdedores. Como si hubiera un cierto pudor, una vergüenza tanto para sufrir como celebrar lo que fue en realidad: un empate.Es que en esta época o en esta cultura de la competencia, el empate tiene mala prensa. En realidad, todo lo que no sea ganar tiene mala prensa, no existe. Estúpida, perversamente, el mundo se divide en ganadores y perdedores y todo lo que no es triunfo es fracaso. No es casual que el descontento y la sensación de desasosiego cundan: para no hablar de los traumados espermatozoides, en el maratón de Nueva York corren miles y gana uno; en los premios de novela compiten centenares y gana una; y sobre todo está ella, que entre todos los hombres posibles, no me elige a mí.En irónica autodefensa contra este impiadoso estado de cosas �más enfermo que injusto al proponer la competencia como modelo de relación� alguna vez propusimos un metafórico manual de perdedores: ya que la media indica que nos tocará perder, hagámoslo con sabia, metódica soltura, con dignidad y elegancia. Es la única respuesta que corresponde a un orden desordenado en el que el podio suele ser una mierdosa, inestable pila de cadáveres. Sin embargo, paradojas más o menos sutiles y equívocas modas han hecho de los perdedores �en la ficción, claro, y en la variante dura del ético Marlowe para acá� una estirpe prestigiosa. Los encantos de la marginalidad y el desaliño por elección hacen que las mejores rubias suelan ocuparse al menos por un rato de curarles las heridas o poblarles la esquiva catrera. Es decir que el perdedor, en el fondo y en donde importa, gana. Una recompensa impensable para el hombre que empata. Mientras el boxeador noqueado y valiente puede llegar a despertar en imprevistos brazos acogedores, jamás la novia de Kasparov se puso el deshabillée clandestinamente importado para celebrar unas tablas en veinte jugadas ante Karpov.Acaso la raíz de semejantes prejuicios haya que encontrarla en una línea de razonamiento que expresa el fácil apóstrofe �A los tibios los vomita Dios� al que son tan afectos los impunes de sangre helada y verba caliente. Y no es así. Porque empatar no es necesariamente arrugar sino también acordar, equilibrar, repartir, alcanzar. Contra los apocalípticos consuetudinarios, cabe recordar que la realidad no compite ni gana ni pierde: es empate natural, armonía de contrarios, noche y día, vida y muerte. Aunque nos joda semejante equilibrio cósmico, sólo a nosotros -regadores de la sed e inventores del hambre� se nos ocurre que hay que ganar siempre, es decir: que siempre debe haber un ganador. Y los deportes y juegos más salvajes en ese sentido, como el básquetbol y el tenis (no sólo hay que ganar una vez sino más de una para ganar del todo), no admiten el empate. El boxeo y sobre todo el fútbol, saludablemente y como la vida, sí.En estos tiempos de �naturalización� de la competencia, de cínico sinceramiento de la injusticia instituida, mientras los alevosos medios del puto sistema nos enrostran y apantallan con soberbios ganadores, todos peleamos solapada, patéticamente por el empate. Esa es nuestra lucha. Yestá bien. Es hora de hacer el elogio del digno empatador, del que sobre la hora del partido, del mes o de la vida saca o pone justo la cabeza y consigue respirar hasta mañana, hasta la próxima fecha. Y duerme bien. 


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