Ventana
Por Antonio Dal Masetto
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La actitud del tipo es la de alguien que arrastra un gran cansancio. También está un poco borracho. Toma whisky. Medidas dobles. Pero lo más evidente es el cansancio. Lo manifiesta. Estoy cansado, dice.
Aunque no lo dijera bastaría mirarle los ojos, seguir el movimiento trabajoso del brazo cuando se lleva el vaso de whisky a los labios. Bebe, vuelve a dejar el vaso exactamente donde estaba y acaricia la madera de la barra con la palma de la mano. Siempre el mismo tramo de superficie, veinte centímetros.
El tipo habla. Desde la ventana de su departamento se ve el patio de una escuela primaria. Un patio embaldosado, rodeado de un muro bajo y protecciones de alambre tejido. Lo bordea un jardín y, entre los edificios altos, el patio es como una isla.
Durante los recreos se llena de delantales blancos. Entonces, aquel espacio, abandonado y silencioso momentos antes, se convierte en un torbellino. Todo es corridas y gritos y alegre confusión.
Siempre lo asombra un poco esta explosión que se renueva cada tanto. Se asoma y se queda mirando. Piensa en términos de desesperación de vivir. Cuando no se asoma, los gritos invaden su departamento y los tres ambientes se convierten también en un patio de escuela.
A veces la presencia de los chicos le devuelve la sombra de un vigor remoto, escondido allá en el fondo, detrás del muro de su cansancio. Entonces, durante un rato, participa de la fiesta. Y esos minutos se llenan de imágenes que vuelven. Son imágenes que él asocia con la dicha, la belleza y la libertad.
Pero en general, pese a esos chispazos, lo que lo asalta es un sentimiento angustioso. Le parece que una gran pena se instala bajo el cielo cada vez que en el patio de la escuela estallan los gritos de los chicos. No es nostalgia, no piensa en sí mismo y en el niño que fue. Nada de eso. Es una sensación violenta, que lo sacude, lo golpea, aunque ahora, en el bar, no encuentra cómo definirla.
Se esfuerza buscando las palabras. Escarba. Abandona y vuelve a intentar. Acaricia la madera lustrosa del mostrador. Es un gran cansancio el de este tipo.
Al fin cree poder decir algo. Se anima y, mientras habla, su mano lo acompaña en el impulso, se eleva y permanece abierta por encima del vaso.
En lo que piensa cada vez que mira por la ventana que da al patio de la escuela es en los días que corren y en lo que vendrá. Piensa en la vergüenza de nuestros días. Piensa en la carga de estos tiempos condenados. Piensa en lo que esos chicos del patio y todos los otros reciben y recibirán. Recibirán �para ser sometidos o para someter� el sabor y la enseñanza de la humillación, la impotencia, la injusticia, la indiferencia, el olvido, el desprecio y la prepotencia de los poderosos. Esa será su otra escuela. Esa será la herencia.
Ahora el hombre encontró el camino de las palabras. Permanece rígido, la mano siempre suspendida, pero ya no duda.
Cada vía los ve jugar, perseguirse, llamarse. Son incansables. Pero ya se cansarán. Los cansarán. Igual que se cansa un pez enganchado en el extremo de la línea. Se debate, se debate, pero al final se entrega. El resultado será el cansancio. Lo que equivale a decir derrota. Sobre el terreno donde se librará la gran batalla entre la alegría fundamental que está en el comienzo de sus años y la herencia que les tocó, no quedará más que el cansancio. Igual que el suyo ahora.
Y, perdido definitivamente el rumbo, llegará la hora en que, frente a una imagen de las cosas buenas y nobles de la vida, frente a la posibilidad de un destello de dignidad, se descubran también ellos, como todo el mundo, mutilados.
REP
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