Fragmentos
del Libro de Samuel
Por Juan
Sasturain
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Samuel I,
Ros.
Y el Señor
crió a Walter fuerte, bueno, callado y humilde, y lo puso en el
fondo del potrero, junto a todos los demás pero a él le
dijo que esperara. Y Walter, mientras el resto corría detrás
de la pelota, esperó. No sabía muy bien lo que el Señor
le pedía pero esperó, quieto y firme en su lugar. Y cuando
uno llegó con la pelota Walter se la quitó con elegancia
y sin violencia, como si lo convenciera. Y se la dio a un compañero.
Y se sintió bien. El Señor vio que lo que hacía Walter
era bueno y se regocijó. Pero el humilde Walter no estaba tan convencido:
"No siempre la felicidad estará en lo que hagas sino en lo
que no dejes hacer" le explicó el Señor. Y aunque Walter
entendía eso a medias el Señor vio que era cada vez mejor
en lo suyo: no dejar que los otros pudieran. Sin embargo, lo vio tan lleno
de virtudes que --porque lo amaba-- no quiso hacerlo perfecto sino dejarle
siempre un margen, una limitación, que debiera superar para evitar
la soberbia. Entonces le dijo: "Walter, no te la haré fácil:
no serás diestro sino siniestro. Pero te bastará".
Y Walter no entendía muy bien por qué, pero así fue,
pues con su costado siniestro le bastaba para quitar y pasar la pelota
y ser jugador de primera y seleccionado juvenil. Y estaba todo bien, siniestramente
bien.
Samuel II, Sub.
Y entonces el Señor decidió ir un poco más lejos
y le dijo: "Walter, tú eres Walter Luján pero dejarás
de serlo, pues tu destino --te lo digo Yo, que sé de estas cosas--
no está asociado a los baratos (y Yo mismo me perdone) avatares
mitológicos de los apéndices menos confiables del Tomo Segundo
de mis Obras Completas sino a la letra grabada en la piedra del Antiguo.
Serás Samuel de aquí en más, Walter Samuel, y agarrate
fuerte, porque todo será extremo para ti y recorrerás el
mundo y estarás hecho para grandes desafíos". Y aunque
Walter no entendía muy bien la diferencia entre el Antiguo y el
Nuevo Testamento sí sabía que no era lo mismo Rosario que
Malasia. Y aceptó y quiso ser Samuel a toda costa y asumió
nombre y apellido y fue y vino siempre eximio en el quite y el siniestro
cierre. Y el Señor vio que Samuel estaba listo y le dijo: "Dejarás
todo --el barrio y La Lepra-- y bajarás a la Ciudad a mostrar humildemente
lo que sabes. Y tu santuario será la Bombonera y convocarás
a multitudes que te amarán, siempre callado y sereno y cuidadoso".
Y Samuel aceptó su destino, bajó a la Ciudad y se instaló
en el Fondo y clausuró su sector, y se dejó la barba candado.
Y todo estaba bien, siniestramente bien.
Samuel III, Lib.
Y el Señor --al que no hay perfección que le venga bien--
decidió ir un poco más lejos aún y le dijo entonces
a Samuel: "Ya sé que me contradigo, pero como soy infinito
encierro en mí todas las posibilidades. Por eso, ahora te digo,
hijo mío, que no sólo de la marca vive el hombre ni sólo
con quite y pelotazo se gana la Gloria. Así, te digo ahora que
no sólo has de impedir que otros hagan sino que ha llegado el momento
de que seas tú el que convierta. Ve hacia arriba y adelante que
yo estaré contigo en las alturas". Y Samuel obediente, callado
y siniestramente decidido, empezó a ir. Y así llegó
y convirtió en el torneo local y cada vez con más fe, iba
y seguía yendo. Hasta que una oscura tarde en el Azteca, en las
Alturas de México, en la hora final, cuando caía la ominosa
sombra de la derrota inminente y el sueño de la Copa se desvanecía,
Walter Samuel --que ya había ido mil veces-- fue por última
vez, clamó al Señor y el Señor lo escuchó:
"Salta, que yo estaré contigo en las alturas". Y Samuel
saltó y puso el parietal siniestro y fue la mejor y más
milagrosa parábola del Señor: gol y a la final. Y Samuel
fue campeón de la Libertadores. Y todo estaba bien, siniestramente
demasiado bien: sin saberlo, había llegado al techo, saturado los
dones.
Samuel IV, Elim.
Pero el Señor no había dicho aún su última
palabra. Y, pasado un tiempo, concedió a Samuel mayores recompensas,
que él recibió con humildad, con callada sobriedad y tímida
desconfianza: sin embargo, intuía que aquello ya era mucho. Así,
el insospechable Samuel fue jugador de la Selección sin ruido y
sin pedirlo demasiado. Y le fue bien, claro. Y no sólo eso, porque
un día el Señor lo llamó con la voz finita que utiliza
para dar sus noticias más ambiguas e imprevistas y le dijo: "Hijo
mío, hay algo más reservado para ti: ahora irás a
Roma". Y Samuel, como siempre, no cuestionó la voluntad del
Señor pero sintió que algo había cambiado y que --sin
saber demasiado de esas cosas-- volvía a estar en el ámbito
del Segundo Tomo de las Obras Completas del Señor: Roma era la
heredera capital del Nuevo Testamento. Tendría la oportunidad de
comprobarlo.
Y así llegó la noche de las Eliminatorias, la última,
esta semana en el Monumental. Fiesta anticipada y oportunidad de una nueva
epifanía. Incluso todo volvía a repetirse: las circunstancias
extremas, la necesidad de convertir, la presión última y
la guillotina de la hora. Y Samuel, el mejor del fondo, fue al frente
--"Ya has hecho lo tuyo defendiendo, ahora ve a definir" sintió
en la nuca--, fue a buscar el gol. Y la Oportunidad llegó: no por
arriba, como cuando el Señor lo levantaba; no por izquierda como
siempre, siniestramente, había sido. Le vino diestra. Y en ese
instante el elegido del Señor escuchó clarito la admonición
del Maestro en su versión futbolera: "Que tu pierna izquierda
no sepa nunca lo que hace tu pierna derecha..." Y Samuel, manso una
vez más, obedeció. No supo, no pudo. No. Simplemente no.
La culpa siniestra le pasaba la Cuenta.
REP
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