Tendría
unos veintipico y llevaba una mochila al hombro. Campera turquesa, rulos
negros, voz gruesa, aspecto de albañil o de mozo. Un pesito,
deme un pesito, le pedía a la kiosquera de Bulnes y Mansilla.
La mujer negaba con la cabeza, asustadiza, y miraba alrededor buscando
apoyo en algún testigo ocasional. Pero un solo pesito, qué
le cuesta, insistía él, apoyado en el vidrio del kiosco,
golpeándolo suavemente con el puño cerrado.
Después
de tres o cuatro firmes negativas de la kiosquera, el muchacho vino hacia
mí, que estaba parada en la puerta del edificio de al lado. Dame
un peso, ¿tenés un peso?, me preguntó. Yo sí
tenía. Mientras revolvía los bolsillos buscando la moneda,
para llenar esos segundos nerviosos, le pregunté para qué
necesitaba el peso. Me extrañaba la precisión del pedido.
No decía una moneda, no decía ayúdeme, no decía
tengo cuatro hijos y perdí el trabajo. Y para qué
va a hacer, madre. Vos para qué querés la plata. Necesito
un peso, dijo él, impaciente. Le di el peso. El lo guardó
en la palma de su mano izquierda. Alcé los ojos y lo miré.
Duró menos que un instante, menos que un segundo, menos que una
medida cualquiera con las que se puede calcular el tiempo. Dos ojos clavados
en dos ojos y ese guiño, esa señal imperceptible tallada
en el silencio y en la complicidad de un acto absolutamente ajeno a eso
que vulgarmente se entiende como pedir o dar limosna.
En la termita urbana todo es tan diferente que todo parece igual. La mujer
con el bebé a cuestas que extiende la mano a los automovilistas
en la 9 de Julio, los chicos que limpian parabrisas con prepotencia desesperada,
los ucranianos ininteligibles de la Recoleta, los lisiados de Libertador,
los once y seis de los bares de Corrientes, la jubilada charlatana que
vende sus curitas en la plaza Cortázar, los falsos cuidadores de
coches que se pelean entre sí por la propiedad virtual de las veredas
que rodean el Alto Palermo o el Patio Bullrich. Un ejército de
buscadores de monedas recorre la ciudad en busca del distraído,
el tímido, el generoso o el mandaparte, del sensible o del optimista,
del caritativo o del buena gente. La tarea no es sencilla: hay que apostar
a que cualquiera de estos probables donadores de monedas no haya contribuido
en la esquina anterior con otra mano extendida y tan desnuda como la propia.
Una moneda por día es un promedio que hasta el alma más
azucarada toma por bueno, aunque la moneda vaya en cambio de un despertador
de los que nunca despiertan a nadie, de una lupa escolar, de un Teletubbie
made in Asunción o de un set completo de hilo y aguja.
El tiempo convirtió el pedido de ayuda, para muchos, en un oficio,
en costra dura. Están perdidos en los laberintos de sus necesidades,
o más precisamente, en el estado de shock de su necesidad. El pedido
no tiene palabras, sólo gestualidad desdibujada. Y la moneda, si
llega, es embolsada mecánicamente, parte del rito de ser pobre
entre pobres, desdichado entre otros. Pero hay muchos, acaso los que hace
menos que conocen el rigor aplastante y devastador de la impotencia, que
se explayan, que todavía parecen sorprendidos por el desastre,
que se aferran con uñas y dientes a este lado del mapa, donde la
dignidad se preserva pidiendo una moneda dignamente y alejando el fantasma
de decir basta y romper el vidrio que los separa de lo que desean o necesitan.
Con ellos la moneda es lo de menos, aunque la piel más sutil y
más honda de la condición humana envuelva a quien la pide
y a quien la da en un instante eterno que involucra a los dos mientras
se miran. En ese caso la moneda no se da por caridad ni se pide por indigencia.
Hay intercambio de otra cosa difícil de explicar en ese guiño,
que por ejemplo podría significar no aflojes, o estoy tratando
de no aflojar.
REP
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