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Lo que queda del día
Por Rafael A. Bielsa *

Tenía 7 años al entrar en los �60. Iba a la escuela en Rosario, y pasaba mis vacaciones en Morteros, el pueblo de mi madre. Morteros era modesto: casas de ladrillo sin revocar y calles de tierra que regaba un camión cisterna en los atardeceres de verano.
En los fondos de cada vivienda había un corral donde zigzagueaban las batarazas, labrantíos de lechuga y de acelga. A su modo, era un lugar feliz. No es que no se sufriera, allí y en otras partes, pero casi todos venían de un paraje peor, porque muchos eran inmigrantes italianos que habían escapado de la guerra; estaban en un lugar mejor, ya que la leche negra del alba había sido reemplazada por verdura y fruta frescas; e iban hacia la promesa de un hijo doctor y de los panes y peces de un país que era granero del mundo. Morteros era un lugar feliz, en este sentido.
En el cobertizo donde se hacían los trabajos de mecánica y de energía, había un vernier o micrómetro que mis parientes habían traído de Italia, y otros pequeños y brillantes objetos de precisión que aquellos idóneos en ingeniería frotaban y consentían como si tuviesen vida orgánica. Puedo verlos hacer las valijas, en sus pueblos de origen, con las escasas pertenencias cuidadosamente dobladas y un instrumento metalúrgico envuelto primorosamente dentro de un trapo.
En Morteros, con el correr de los años, se llegaron a fabricar bicicletas, bombas de extracción de agua, y hasta avionetas; el establecimiento era de la familia Boero.
En el país, promediando los �60, se meditaba sobre la industria de la aeronavegación, en agroquímicos, en energía atómica. En la Facultad de Ingeniería de Buenos Aires, y en algunas empresas privadas, se daban los primeros pasos en microelectrónica. Aquel esfuerzo sistemático se materializó en la construcción de la central de Atucha, que contó con una participación de la industria nacional de alrededor del 40 por ciento.
Las faenas técnicas y comerciales se sucedieron con la construcción de la planta de enriquecimiento de uranio de Pilcaniyeu, la planta de agua pesada de Arroyito, y la del RA6 de Bariloche, la exportación llave en mano de un centro atómico experimental a Argelia y Egipto e instalaciones de radioisótopos en Cuba, entre otros.
En aquel pequeño pueblo del norte de Córdoba, y en cada una de las localidades de nuestro territorio, parecía haber por entonces un convencimiento animoso de que el conocimiento, en sus formas más variadas, era el eje sobre el que pivoteaba el cambio desde la pobreza a un estado de distribución más justo. Todos, pequeños campesinos �a su manera� y burgueses vernáculos, sabían que el único procedimiento posible para transformar bienes y servicios escasos en bienestar general era la tecnología, producto que es �a su vez� la expresión máxima de la cultura de un país.
Después vino lo que sabemos. Desde desmantelar el proyecto de los vectores de lanzamiento, al mismo tiempo que se prometía (en la apertura de un ciclo lectivo desde una escuela sin luz de Salta) que �atravesaríamos la estratósfera y en dos horas estaríamos en Japón�, hasta el botón obsceno de muestra de la transformación de un establecimiento educativo público en Sarmiento y Pueyrredón en una extravagante jarana de locales comerciales denominado escuela shopping.
Una encuesta de Gallup Argentina de fines de junio último afirma que un tercio de los entrevistados considera que la economía nacional va a empeorar en los próximos 12 meses. El 55 por ciento percibe que su poder adquisitivo está decayendo, y el optimismo aflora cuando el largo plazo lo transforma en una somnolencia: el 43 por ciento de los encuestados considera que habrá una mejora en los próximos 5 años.
Hay una explicación para el estado de ánimo general: los que se afligen vienen de un lugar mejor, porque un obrero industrial a fines de los �60 estaba pagando su vivienda propia y tenía al alcance de la mano el Fiat 600. Están en un lugar peor, porque día tras día ven retroceder todo aquello en lo que habían depositado sus esperanzas, inclusive el hijodoctor, hoy devenido padre que por falta de trabajo hace corretaje de medicamentos. Y no saben hacia dónde van, porque el fin de la historia y una globalización en la que no intervienen les ciega el futuro. A comienzos de los �60, se podía empezar desde cero y llegar a algo; hoy por hoy �como en clave humorística dijera Groucho Marx�, partiendo de la nada es posible alcanzar las cimas más altas de la miseria.
Hace algunos días, en la Fundación Favaloro se operó a una paciente que no podía degradar el colesterol que circulaba por su sangre, una enfermedad con una incidencia de 1 en 3 millones de habitantes. No existe en la literatura mundial una intervención que involucre un transplante de válvula, una revascularización de su corazón con cirugía, una repermeabilización de su arteria carótida, asociadas a un transplante hepático.
Fue realizada por un grupo multidisciplinario altamente entrenado, compuesto por hepatólogos, cirujanos generales, cardiólogos, cirujanos cardiovasculares, transplantólogos, hemodinamistas, especialistas en metabolismo lipídico y un sinnúmero de especialidades adjuntas.
Es posible que la paciente considere un milagro seguir con vida (la enfermedad tiene una sobrevida que no supera los 20 años), pero ni la existencia del equipo que la operó, ni las noticias del logro de INVAP al ganar la licitación de Australia compitiendo con los grandes consorcios nucleares de todo el mundo fueron milagros, sino átomos de una conciencia otrora difundida: el conocimiento, adquirido y mantenido con esfuerzo, es el eje sobre el que circula el cambio desde la pobreza a un estado de distribución más justo. En Seattle como en Morteros.
A poco de entrar en el 2000, la Argentina es un país con los moderados proyectos que consiente el cinturón apretado. Veremos si aprovechamos lo que queda del día, o continuamos con nuestro largo viaje de un día hacia la noche.

* Síndico general de la Nación


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