Por Martín Pérez
Todo comienza con el blanco y negro de un campo de concentración, donde un niño es cruelmente separado de sus padres. Separación que sólo es posible porque lo duermen de un culatazo, porque el poder que semejante desesperación despierta en él consigue doblar metales y arrastrar a media docena de alemanes. Convertido en todo un hombre �un hombre oscuro�, vuelve a aparecer en escena en un debate parlamentario en el cual se discute la obligación del registro de los mutantes. Agitando el miedo a los poderes del Homo Superior, cierta clase política populista �encarnada por el senador Kelly� carga contra los diferentes. Perdido entre el público, aquel niño sobreviviente entiende al discriminatorio debate como una declaración de guerra.
Así es como aparece Magneto ante el profesor Xavier, también presente en ese debate. Y así es como aparece el conflicto planteado por el film de Bryan Singer: está claro que los mutantes son diferentes de los humanos. Son, más precisamente, el próximo paso en la evolución de la especie humana. El asunto es si deben armarse contra el eslabón anterior o convivir en paz. Xavier considera que sí. Magneto entiende que no. Y ambos se enfrentarán. Encarnados por actores ingleses que alguna vez han compartido clásicos sobre un escenario, es todo un disfrute escuchar los argumentos de Magneto y Xavier (Ian McKellen y Patrick Stewart), mutantes de Shakespeare dentro de una superproducción de Hollywood. Y no cualquiera, sino una de superhéroes. Pero que se toma saludablemente en serio. Tanto como debe hacerlo una película de mutantes con superpoderes y trajes al tono que comienza recordando un holocausto. Y luego recuerda que el próximo bien puede comenzar con un debate en un congreso.
Creados por Stan Lee y Jack Kirby a mediados de los explosivos años 60, en X-Men �al igual que en la mayoría de los conflictivos héroes de la Marvel� siempre latió el signo de los (sus) tiempos. Si El Hombre Araña supo ser el primer superhéroe que necesita un psiquiatra, los X-Men siempre fueron los �Beverly Hills 90210� del comic, mezclando heroísmos con romance entre sus protagonistas. Y en aquellos tiempos iniciales los conflictos reflejaban al mundo real. Así como no es difícil ver en cada adolescente un mutante discriminado, tampoco cuesta tanto ver en Xavier la sombra de Martin Luther King y en Magneto, la de Malcolm X. Durante las tres décadas de vida de los X-Men en el cambiante universo del comic más adolescente, la obra de Lee supo llegar a la TV vía dibujos animados así como ser discontinuada como revista. De la mano de Bryan Singer (Los sospechosos de siempre), finalmente llegaron a la pantalla grande sin perder un ápice de esa seriedad que flotó siempre en la obra de Lee detrás de las aventuras o los romances. De ese símil de la vida real pero en traje elastizado que supo crear Marvel y luego debieron adoptar todos los demás.
Como le suele suceder a cualquier adaptación de una obra de culto, X-Men es un film atrapado entre la búsqueda de la satisfacción del espectador virgen y la estricta vigilancia del fanático. Por lo que lo primero para celebrar de los X-Men de Singer es que pasan con éxito esa primera prueba. Tanto Xavier (un telépata en silla de ruedas), como Cyclops (que usa gafas negras porque sus ojos matan) o Storm (con el poder de cambiar el clima) resisten tanto el escrutinio del lego como del conocedor. Pero los que especialmente se ganan a ambos son Rogue y Wolverine, personajes incluidos en la serie a partir de los '70. Es la relación entre ambos �ella, una adolescente condenada a no tocar a nadie ya que con el contacto de su piel absorbe la fuerza vital del otro; él, un mutante al que le salen garras al pelear� la que provee el substracto romántico de la lucha entre Xavier y Magneto. Y es la poderosa presencia de Wolverine (el australiano Hugh Jackman) la que destaca cada escena en que aparece, tanto luchando por su vida como reaccionando irónicamente cada vez que el guión recuerda que se trata de un film de superhéroes en grupo.
Entretenida, llena de subtextos y dinámica sin ser vertiginosa, X-Men es una de superhéroes a tono con los tiempos, pero que intenta no contraer demasiadas deudas a la hora de dejarlos contentos a todos. Sin el autismo estético del Batman de Burton y sin el adictivo vértigo de The Matrix, X-Men funciona tanto como presentación de varios posibles �continuará� �Wolverine pide a gritos una película para él solo� como un plato único que divierte sin dejar de tomarse en serio, dejando el cinismo y la ironía para quienes recurren a ellos sólo porque no hay nada detrás.
�Psicópata americano�, un
Patrick Bateman desteñido
Por Luciano Monteagudo
�Yo tenía todas las características de los seres humanos �carne, sangre, piel, pelo�, pero mi despersonalización era tan intensa, se había hecho tan profunda, que la capacidad habitual para sentir compasión había quedado erradicada. Me limitaba a imitar la realidad, tenía un tosco parecido con un ser humano y sólo me funcionaba un oscuro rincón del cerebro. Estaba pasando algo horrible y sin embargo no lo podía determinar con claridad...� Esa voz, claro, es la de Patrick Bateman, el célebre American Psycho, el más siniestro asesino serial de la literatura contemporánea, el monstruo creado por Bret Easton Ellis como la encarnación in extremis del brutal materialismo surgido al amparo del boom financiero de fines de los años 80. Si los exitosos yuppies de Wall Street ignoraban a los pobres, Bateman directamente los mataba a cuchillazos; si un rival en la Bolsa le ofrecía competencia, Bateman lo descuartizaba con un hacha; si entre su grupo de pertenencia era común despreciar a las mujeres, Bateman llegaba hasta el fondo: les cortaba la cabeza y las guardaba de recuerdo en el congelador.
Casi diez años después de la primera edición de la novela de Ellis, ahora Bateman ha vuelto. No es precisamente un regreso con gloria, pero la versión cinematográfica de un texto que se creía imposible de llevar a la pantalla nunca podría haber pasado inadvertida. Al fin y al cabo, American Psycho contenía dosis de sexo y de violencia explícitas como ninguna otra novela que hubiera llegado a las puertas de Hollywood. El resultado es previsiblemente decepcionante. Es verdad que el comienzo de la película de Mary Harron (la directora de I Shot Andy Warhol) no está nada mal, por ejemplo los títulos, que discurren elegantemente mientras la cámara enfoca unos típicos platos de la nouvelle cuisine, en los que no se sabe bien si la decoración es alguna sofisticada salsa de guindas o más bien un chorro de sangre. La primera mañana que vemos de Bateman (Christian Bale) frente al espejo, mientras se aplica una máscara facial, también está en el espíritu de la novela, con esa frenética enumeración de marcas y productos para embellecer el cuerpo, esa obsesión por la perfección exterior, que no alcanza a ocultar el horror que se esconde detrás de todas esas lociones y tónicos. La música que pide la novela también está, particularmente ese infierno pop �Genesis haciendo �In Too Deep�, �Sussudio� por Phil Colllins, Huey Lewis & The News con �Hip to Be Square�� que le dio un sonido a su época, ese pop rítmico, vacío y satinado, que simboliza el anhelo de los años 80: ser rico, despreocupado y pasarla bien.
Lo que le falta a Psicópata americano como película es la ferocidad sin atenuantes de la novela. Es verdad que el texto de Bret Easton Ellis tiene humor �un humor más oscuro que el negro�, pero eso no convertía necesariamente a la parábola de su protagonista en una sátira. En todo caso, la novela era un diagnóstico, un análisis clínico de un determinado momento de la sociedad de consumo, llevada hasta sus últimas consecuencias. Por el contrario, lo que intenta el film es una sátira, bastante obvia (Ronald Reagan dando un discurso desde una TV, para quenadie se confunda de momento histórico) y demasiado ligera para lo que proponía el libro. Allí donde la novela operaba por acumulación �de nombres, de marcas, de lugares de moda� la película trabaja necesariamente por sustracción, intentando sintetizar un texto aluvional, que esencialmente se resiste a la síntesis.
Por lo demás, ya se sabe que en Hollywood �el último imperio puritano� algunos temas siguen siendo tabú. Como el sexo, por ejemplo. A pesar de las precauciones de Mary Harron �¡filmó una orgía escondiendo a sus participantes bajo una sábana!� la película sufrió más de un ajuste en la mesa de montaje. Eso sí, nadie parece haberse molestado por el uso que el bueno de Patrick le da a su motosierra.
�PASIONES OCULTAS�, UN TRASPIE DE ALAIN BERLINER
Demi Moore, de señora gorda
Por H. B.
Si no figurara en los títulos, nadie jamás podría haber deducido que el director de este pequeño bodrio, con el que Demi Moore intentó rescatar una carrera que amenaza irse a pique, es el mismo de Mi vida en rosa, aquel sorprendente film belga sobre el nene que quería ser nena. Si allí Alain Berliner exhibía una rara sintonía con el mundo del pequeño protagonista, que ponía en escena como un sueño de casita de muñecas, aquí se limita a actuar de yes man a las órdenes de la alicaída estrella, y del productor y guionista Ron Bass, el mismo de Rain Man y El club de la buena estrella. El resultado es, ahora, un sueño (o dos) de señora gorda, disfrazado de presunto thriller paranormal, cuestión de seguir sacándole el jugo al éxito de Sexto sentido.
Hay dos Demi en Pasiones ocultas, como deja sentado un prólogo superexplicativo, incrustado seguramente por Bass para que ninguna señora de la audiencia se pierda entre los meandros de la mente de la protagonista. Una Demi se llama Marie, es crítica literaria del New York Times y vive en un caserón paradisíaco, en medio de la montaña en Francia, suscitando la inevitable pregunta sobre el valor de las colaboraciones periodísticas en el periodismo yanqui. Quedará sin contestar. La otra Demi es Marty, agente literaria que mora, a su vez, en un no menos paradisíaco loft de Manhattan. La premisa de Pasiones ocultas es que una sueña a la otra, que a su vez sueña a la anterior. Como �Las ruinas circulares�, de Borges, pero en versión fashion.
Lo curioso es que, si bien se supone que la condición de soñadora doble sume a la protagonista en una tortura psicológica al borde de la esquizofrenia, Marie/Marty la pasa bárbaro en ambas realidades de magazine para hojear. Además de la envidiable posición y ambientes de alto lujo y sofisticación entre los que se pasea, la cortejan sendos príncipes azules. Vestido como todo un dandy europeo, el sueco Stellan Skarsgard la halaga en Francia, entre verdes montañas e impecables ruinas, mientras que en Manhattan la espera un galán ligeramente alleniano, pero en versión fitness. Como corresponde, hay una vuelta de tuerca final, para que quede bien claro que sueño y realidad no son lo mismo, y que hay que hacer las paces con el pasado. Luego del desastre nudista de Striptease, Demi exigió que subieran la cámara y la plantaran a la altura del rostro, para mostrar que lo conserva tan lozano (y menos quirúrgico) que el resto de su cuerpo. Lo logra, al precio de un derroche de primerísimos primeros planos como hace tiempo no se veía.
La Argentina, en el espejo
cruel del grotesco criollo
Con una estética teatral, �Cien años de perdón�, del debutante José Glusman, refleja un mundo en descomposición.
Noemí Frenkel y José Glusman enredados en la miseria de sus vidas.
El realizador es, también, uno de los protagonistas de la película. |
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Por Horacio Bernades
�Cobramos la guita, nos ponemos una despensa en Paraguay, y chau�, se ilusiona el Huguito con el posible cobro de un rescate, mientras el padre despluma una bataraza en medio de los desperdicios del patio. �Total, a la vieja, la televisión en guaraní le va a dar igual�, remata, sardónico, mirando de reojo a Mamá, que chochea su Alzheimer frente a una tele eternamente encendida, pero sin imagen. Allí, en ese patio mugriento, en esos sueños que además de berretas son inalcanzables, en esos personajes esperpénticos y ese humor más corroído que corrosivo, Cien años de perdón encuentra su carozo, la cifra de un culis mundi que tal vez sea la Argentina.
Opera prima de José Glusman (n. 1958), Cien años de perdón no estetiza la miseria ni busca el retrato realista: se hunde en ella, con lente sucia y cruel. Sin embargo, no es que ocurra en ninguna parte, sino en un rincón preciso de la Argentina. Alguna vez, hasta Basavilbaso, Entre Ríos, llegaron, con una mano atrás y otra adelante, inmigrantes venidos de Europa e hicieron colonia. Alguna vez, por allí pasó el ferrocarril. Ahora sólo queda decadencia. �Invitamos a todos los vecinos a celebrar la Fiesta del Durmiente ...�, dice el locutor por la radio, con entusiasmo patriótico venido a menos. Y acota, con cierta vergüenza: �... aunque ya no contemos con la fuerza laboral del ferrocarril...�. Un panorama de callecitas siesteras, clima destemplado y frentes chatos contrapuntea, en su implacable falta de horizontes, la inconvincente altisonancia de la radio.
Mientras el pueblo se prepara (o no, nada hace pensar que alguien se trague esa píldora) para la Fiesta del Durmiente, puertas adentro Mauricio Matzkin celebra, masturbándose, los ritos de su cuarentona virginidad. Puertas adentro del autito, ya que en casa parecería que su tremenda idische mame no le deja lugar ni para eso. Su otro agobio son las deudas. Para cobrarlas de una buena vez, Mauricio se llega hasta la tapera de los Merides, para ver si puede convencer al Huguito (Pompeyo Audivert) de que le devuelva los 50.000 dólares que le manoteó hace unos cuantos años ya, cuando trabajaba en Matzkin Hnos. Los Merides son Papá (David Szneck), Mamá (Márgara Alonso, en silla de ruedas), el Huguito y su hermana Celina (Noemí Frenkel), que luego de prostituirse en la ciudad se volvió de allí sin un peso. Hay algo de monstruoso en esa familia. Aunque, en verdad, en casa de los Matzkin la cosa no parece estar mucho mejor. Violento, puteador, siempre torcido e incestuoso, el Huguito parecería algo así como la condensación de esa monstruosidad.
Bastará que el apocado Mauricio (encarnado por el propio Glusman) amenace con una carta documento para que todo degenere. A las trompadas sucederá el secuestro y el intento de cobrar rescate, que chocará in extremis con las habilidades negociadoras de doña Berta. Con el encierro se hace también más evidente el indudable perfume teatral que respira Cien años de perdón. Y que se manifiesta tanto en la elección del cast, enteramente proveniente de los escenarios, como en los posibles referentes estéticos de Glusman y su coguionista, Juan Ameijeiras. Cierto grotesco criollo cruel y deformante, con La nona al frente, hace sentir su sombra, que Glusman intenta conjurar con una cámara móvil y montaje entrecortado. Mejores intenciones que oficio cinematográfico dan por resultado excesiva cantidad de panorámicas en las escenas de diálogo y algunos tan feos como desaconsejables saltos de plano a plano. Sin duda primaria y rústica, paradójicamente esa puesta en escena algo �feísta� le sienta como un guante al film. Lo mismo que la teatralidad de las actuaciones. Sobre todo, la de Pompeyo Audivert, cuyo estilo, de tan deforme, termina resultando el más adecuado para un personaje que sería terrible si no fuera ridículo. Tanto como el mundo chatarrero que lo rodea, en patente estado de descomposición.
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