Por Diego Fischerman
La noción de que hay olvidos injustos deriva con demasiada facilidad en el convencimiento de que no existen olvidos justos. Que Francesca da Rimini, una ópera estrenada por Riccardo Zandonai en 1914 y casi nunca representada, haya sido programada en esta temporada del Teatro Colón se debe en parte a este error. La otra causa es de orden personal y deriva de una confusión entre lo privado y lo público. O, más precisamente, entre el interés que una obra (y el mito acerca de su dificultad) puede tener para un intérprete y para el público. Mario Perusso, un director entusiasmado con la obra que la condujo hace unos años en La Plata y que lo hace brillantemente en esta nueva versión, no tuvo dificultades para convencer al entonces director artístico del Colón de la conveniencia de programar tamaño mamotreto.
La facilidad, claro, tuvo que ver con el hecho de que el director artístico �que acaba de renunciar� era el propio Mario Perusso. Que los argumentos en defensa de su gestión hayan sido, por ejemplo, �hacemos Francesca da Rimini que hace 68 años que no se hacía, y eso no es poco�, habla de su confusión y de cómo un excelente músico puede fracasar al trasladar su sistema de valoración a un área como la política cultural. No existe ningún valor estético especial ni en el olvido ni en la dificultad (esta ópera cuenta con más de diez papeles secundarios que necesitan de excelentes voces para poder ser representados y la densa orquestación es un verdadero desafío para el director). Y esta ópera, aburrida y carente de ideas musicales, muestra apenas algunos atractivos menores: el buen oficio de orquestador de Zandonai, algunos agudos espectaculares y una escena de alto impacto. Muy pocos méritos como para justificar las larguísimas tres horas netas de condescendencia (que se hacen cuatro con los intervalos) que demanda el público.
Oscar Figueroa, ex director artístico y técnico del Teatro Municipal de Río de Janeiro y actualmente radicado en Suecia y conductor de Kulturama, una de las principales escuelas de arte de Europa, es el régisseur de esta versión. Cuidadoso de no dejar tiempos muertos ni personajes sin nada que hacer, detallista hasta la obsesividad en la definición de planos y perfecto en cuanto a su conducción de movimientos de masas, su tarea se pareció demasiado a la de alguien empeñado en gastar buena pólvora en los impertérritos chimangos de Zandonai. La escenografía de Bordolini, irritantemente literal, anodinamente realista y puerilmente dorada en las escenas de interiores, logra un efecto bastante más interesante en la batalla del segundo acto. El juego con cierto imaginario renacentista y art nouveau, en un discreto recordatorio de los ideales estéticos de D�Annunzio (autor del drama en el que se inspiró la ópera), resulta bastante poco como para dar interés a esta historia de amantes medievales referida en el Canto Quinto del Inferno de Dante.
Un elenco homogéneo, con muy buenas actuaciones de Cynthia Makris como Francesca (a pesar de su afinación insegura), del excelente Sergei Larin en el papel de Paolo y Valeri Alexejev como Giovanni, llevó adelante la insípida trama con altura digna de mejores causas. Cecilia Díaz y Marcelo Lombardero se destacaron entre los artistas argentinos que fueron convocados y el Coro Estable fue preciso y potente. A los logros se sumaron la dirección segura y comprometida de Perusso, una Orquesta Estable que esta vez sonó bien, incluso en el solo de viola pomposa, un antiguo instrumento afinado de manera diferente a las violas usuales en la actualidad, y la buena resolución técnica de la complicada escena de la batalla en el final del segundo acto.
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