Burrito
y Gasset
Por
Juan Sasturain
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Los que sabemos muy poco de la historia del pensamiento contemporáneo
--menos que de fútbol, incluso-- solemos no obstante volvernos
para vomitar cuando cualquier seudoilustrado dice poniendo cara de Grondona
--Julio o Mariano, qué más da-- con las cejas en desnivel:
"Porque como dice Ortega, yo soy yo y mi circunstancia". Curioso
destino el de Ortega y Gasset: haber saturado los anaqueles de cualquier
biblioteca de filosofía con decenas de volúmenes para quedar
reducido en la memoria del común --como Cabral pero, con perdón,
en otras circunstancias-- a una única frase multiuso. Y al consabido
chiste de que Ortega y Gasset son dos y no uno. En fin: son esas facilidades
las que, entre otras cosas, posibilitan los equívocos juegos de
esta noteja.
Y son juegos porque este Ortega --Ariel, el Burrito-- del que hablamos
es un jugador. Jugador en todos los sentidos a los que tácitamente
remite Alfredo Distéfano cuando recuerda que siempre, de pibe,
se va a "jugar a la pelota" y no a "correr a la pelota".
Jugador es el dostoievskiano que apuesta; el aventurador que se arriesga
en tanto se juega; y finalmente el chico, el ser libre que juega y (se)
divierte. Y Ortega es jugador en todas esas originales acepciones que
ponen el énfasis en la idea del juego como actividad sin otra finalidad
que la expresión genuina y placentera de una energía, de
una creatividad comunicable. Jugar es dar(se) el gusto, darse el vértigo,
darse entero.
Ortega
es un jugador que gambetea. Una rareza, casi una malformación táctica.
Lo que sabe hacer no se puede enseñar, se aprende solo, jugando
con la pelota en el uno contra uno y sin mirar a los costados. Incluso
es extraño en éstos que fueron confines, bastiones finales
del individualismo futbolero. El Burrito, más que a la estirpe
de Bochini o Alonso --ni hablar de Diego-- pertenece a la tradición
de los habilidosos intuitivos tipo Rojitas, más jugadores de pelota
que de fútbol, mucho más hábiles que inteligentes:
son los desequilibradores, digamos. Y de éstos, muchos no hay.
Son una especie en extinción universal. Y ni hablar de lo que les
pasa cuando los sacan de su hábitat natural y cultural (la consabida
circunstancia) y los llevan a zoológicos de lujo donde no saben
qué hacer con ellos. Lo peor es que no saben que los necesitan.
Ayer, en su regreso a River tras la zarandeada experiencia europea --Valencia,
Sampdoria, Parma y a casa-- Ortega volvió a jugar. Literalmente.
En los últimos años, lo que hacía era competir. Que
no es lo mismo. Más allá del 4-1 y las consabidas ovaciones,
Ortega recuperó su esencia de jugador en tanto y en cuanto volvió
--orteguianamente-- a su circunstancia, la que lo convirtió o posibilitó
que fuera Ortega, el jugador. River, o más genéricamente
el contexto del este maltratado fútbol argentino, parece ser el
único lugar desde el cual Ortega puede decir/ser yo. El Ortega
jugador, no el profesional del fútbol, claro. Que tampoco es lo
mismo.
Menotti decía en estos días --palabras más, palabras
menos-- que Fernando Redondo era el único "jugador argentino"
que triunfaba en Europa. Que más allá del respeto por los
méritos, los triunfos y la trayectoria de Batistuta, de Balbo o
de Crespo, la manera argentina de jugar --la diferencia estilística,
digamos-- no se expresaba a través de ellos. La imagen de Crespo
como un buen (o el mejor) delantero alemán no deja de ser absolutanente
cierta. La circunstancia europea le cabe a Crespo, le da sentido, lo integra
como pieza de rompecabezas. Cabe lo mismo para el vertiginoso Piojo López.
No cabe --él no cabe-- para Ortega.
Ayer el Burrito recuperó su hábitat: jugó con Aimar,
Saviola, Angel y el resto; fue él, gambeteando sobre el pasto tierno
del Monumental, su recuperada circunstancia. Como decía el citable
Ortega y Gasset, que como buen español opinaba de todo aunque no
sabía nada de fútbol.
REP
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