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el Kiosco de Página/12

Burrito y Gasset

Por Juan Sasturain


Los que sabemos muy poco de la historia del pensamiento contemporáneo --menos que de fútbol, incluso-- solemos no obstante volvernos para vomitar cuando cualquier seudoilustrado dice poniendo cara de Grondona --Julio o Mariano, qué más da-- con las cejas en desnivel: "Porque como dice Ortega, yo soy yo y mi circunstancia". Curioso destino el de Ortega y Gasset: haber saturado los anaqueles de cualquier biblioteca de filosofía con decenas de volúmenes para quedar reducido en la memoria del común --como Cabral pero, con perdón, en otras circunstancias-- a una única frase multiuso. Y al consabido chiste de que Ortega y Gasset son dos y no uno. En fin: son esas facilidades las que, entre otras cosas, posibilitan los equívocos juegos de esta noteja.
Y son juegos porque este Ortega --Ariel, el Burrito-- del que hablamos es un jugador. Jugador en todos los sentidos a los que tácitamente remite Alfredo Distéfano cuando recuerda que siempre, de pibe, se va a "jugar a la pelota" y no a "correr a la pelota". Jugador es el dostoievskiano que apuesta; el aventurador que se arriesga en tanto se juega; y finalmente el chico, el ser libre que juega y (se) divierte. Y Ortega es jugador en todas esas originales acepciones que ponen el énfasis en la idea del juego como actividad sin otra finalidad que la expresión genuina y placentera de una energía, de una creatividad comunicable. Jugar es dar(se) el gusto, darse el vértigo, darse entero.
Ortega es un jugador que gambetea. Una rareza, casi una malformación táctica. Lo que sabe hacer no se puede enseñar, se aprende solo, jugando con la pelota en el uno contra uno y sin mirar a los costados. Incluso es extraño en éstos que fueron confines, bastiones finales del individualismo futbolero. El Burrito, más que a la estirpe de Bochini o Alonso --ni hablar de Diego-- pertenece a la tradición de los habilidosos intuitivos tipo Rojitas, más jugadores de pelota que de fútbol, mucho más hábiles que inteligentes: son los desequilibradores, digamos. Y de éstos, muchos no hay. Son una especie en extinción universal. Y ni hablar de lo que les pasa cuando los sacan de su hábitat natural y cultural (la consabida circunstancia) y los llevan a zoológicos de lujo donde no saben qué hacer con ellos. Lo peor es que no saben que los necesitan.
Ayer, en su regreso a River tras la zarandeada experiencia europea --Valencia, Sampdoria, Parma y a casa-- Ortega volvió a jugar. Literalmente. En los últimos años, lo que hacía era competir. Que no es lo mismo. Más allá del 4-1 y las consabidas ovaciones, Ortega recuperó su esencia de jugador en tanto y en cuanto volvió --orteguianamente-- a su circunstancia, la que lo convirtió o posibilitó que fuera Ortega, el jugador. River, o más genéricamente el contexto del este maltratado fútbol argentino, parece ser el único lugar desde el cual Ortega puede decir/ser yo. El Ortega jugador, no el profesional del fútbol, claro. Que tampoco es lo mismo.
Menotti decía en estos días --palabras más, palabras menos-- que Fernando Redondo era el único "jugador argentino" que triunfaba en Europa. Que más allá del respeto por los méritos, los triunfos y la trayectoria de Batistuta, de Balbo o de Crespo, la manera argentina de jugar --la diferencia estilística, digamos-- no se expresaba a través de ellos. La imagen de Crespo como un buen (o el mejor) delantero alemán no deja de ser absolutanente cierta. La circunstancia europea le cabe a Crespo, le da sentido, lo integra como pieza de rompecabezas. Cabe lo mismo para el vertiginoso Piojo López. No cabe --él no cabe-- para Ortega.
Ayer el Burrito recuperó su hábitat: jugó con Aimar, Saviola, Angel y el resto; fue él, gambeteando sobre el pasto tierno del Monumental, su recuperada circunstancia. Como decía el citable Ortega y Gasset, que como buen español opinaba de todo aunque no sabía nada de fútbol.


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