Es verdad, hay que admitirlo:
uno ha mirado y remirado con amarga alegría la cara desconcertada
de Sérpico cuando es detenido en Cancún y aún
más intensamente sus ojillos de roedor asustado detrás
de las rejas del Reclusorio Oriente de México. Y eso que
uno no fue una víctima directa de Ricardo Miguel Cavallo,
cuando era joven y supuestamente se llamaba Miguel Angel. Uno no
estuvo como Juan Gasparini a su lado en el auto, viéndolo
sonreír distante mientras los otros miembros de la patota
iban en busca de la mujer de uno para acribillarla a balazos. Ni
se congeló para siempre como un espectro al que le robaron
los bienes, los afectos y la vida, como el mendocino Conrado Gómez.
Ni Sérpico le alzó la capucha después de una
sesión de tortura para extorsionarla con una infamia, como
le ocurrió en el sótano de la ESMA a la señora
Telma Jara de Cabezas. Pero igual uno recordó a Rodolfo Walsh
--víctima también de hombres como Sérpico--
y pensó que había llegado "un oscuro día
de justicia". Y que en realidad no era solamente un día
sino dos, considerando la sorpresa del mayor Jorge Olivera, violador
y asesino de Marie Anne Erize, cuando la policía italiana
le pidió, con seca amabilidad, que los acompañara.
O tres, si pensamos que aquella soberbia broncínea, aquella
pose de marido cojudo de la historia que se traía el señor
Capitán General Don Augusto Pinochet se fue al carajo en
Londres y en Santiago de Chile, cuando para zafar del juez Baltasar
Garzón se hizo el anciano reblandecido que luego trasmuta
en pícaro de barrio saltando de la silla de ruedas. Pero
esas alegrías --las únicas que nos ha dado hasta ahora
la globalización-- no impiden duras reflexiones sobre nuestros
países y sus miserables clases políticas que han permitido
a los Sérpicos de este mundo (incluidos los de Estados Unidos)
reciclarse en empresarios de la seguridad, la informática
y la identidad y dueños de los secretos de los ciudadanos.
No nos exime de pensar que Argentina, igual que siempre o más
que nunca, aparece como el santuario de los genocidas propios y
ajenos: la tierra santa de los nazis, los ustashis asesinos como
Ante Pavelic, los pied noir de la OAS y la basura autóctona
del Proceso. No nos exime de pensar que los dos grandes partidos
votaron las leyes del olvido y propiciaron los indultos. Y que este
Senado que ahora se rasga las vestiduras por el tema de las coimas,
ascendió hace pocos meses al coronel Cardozo, también
acusado de participar en el secuestro, violación y asesinato
de la francesita Erize. Y nos obliga a pensar qué haremos,
a partir de ahora, para que puedan ser nuestros jueces y no los
de España, Francia o Italia, los que puedan juzgar a la canalla
que no sólo anda suelta sino que además prospera a
la sombra de un Estado que, para ellos, sigue siendo benefactor.
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