Por Ian Traynor
Desde Moscú
Tras dos días de infierno en la torre que apagó todas
las pantallas de televisión de Moscú y privó a 10
millones de moscovitas de su telenovela favorita, el pináculo de
la estructura más alta de Europa estaba tambaleante hasta la noche
de ayer, luego de que lograran apagar el incendio. Es un cruel símbolo
de cómo las ambiciones de la Madre Rusia se desploman en humillación.
La torre de televisión de Ostankino, que se eleva 540 metros para
dominar el horizonte de la capital, era hasta el domingo un monumento
al poder ruso, a su prestigio y a lo que puede lograr la alta tecnología,
de la misma manera que hasta hace dos semanas el submarino nuclear Kursk
era visto como medida de la proeza militar rusa. Destruida por el fuego
y en peligro de desplomarse en una pila de acero, cables y hormigón
armado, la torre de televisión hizo otra elocuente burla a las
promesas del presidente Vladimir Putin de hacer grande a Rusia nuevamente.
Contrastando con su distante y demorada reacción al desastre del
submarino, Putin se apuró a comparar el incendio de la torre con
el estado de la nación. Esta emergencia pone de manifiesto
la condición de nuestros medios vitales, así como los de
la nación entera. Sólo el desarrollo económico nos
permitirá evitar estas calamidades en el futuro. El alcalde
de Moscú, Yuri Luzhkov, dijo el domingo a la noche que no existía
peligro de que la torre se desplomara, antes de cambiar de opinión
y advertir sobre un peligro mayor. La tambaleante aguja de
la catedral secular no era un problema, sostenía Anvar Shamuzafarov,
jefe del Comité Nacional de Construcción, mientras 300 bomberos
finalmente extinguían el fuego anoche. Todas las desviaciones
están dentro de la norma, dijo. Pero un inspector de la ciudad
de Moscu dijo que la punta de la torre se inclinaba 6 pies del centro.
El gran temor era que los 149 cables de acero que sostienen la delgada
estructura de concreto de 33 años se doblaran y dejaran caer parte
de ella. Los cables están más débiles, pero
no rotos, dijo Vyacheslav Mulishkin, subjefe de departamento de
bomberos de Rusia.
Hay pocos símbolos en Moscú más evidentes de la antes
aclamada supremacía soviética y la proeza rusa que la torre
Ostankino. Construida en 1967 en el pico de la carrera armamentista y
espacial con Estados Unidos y para celebrar la fecha de la Revolución
Rusa, el monumento norte de Moscú, con su restaurante giratorio
del Séptimo Cielo que domina amplísimas vistas panorámicas
de la ciudad, borró de un plumazo al Empire State Building de Nueva
York como la estructura más alta del mundo. Eso fue entonces. Diez
años de hundimiento postsoviético, la retirada del imperio,
el empobrecimiento masivo y una corrupción colosal han convertido
a Rusia en un gran accidente que espera simplemente ocurrir.
Agosto es generalmente el mes más cruel en Rusia y este año
se cumple la regla: una bomba en el centro de Moscú, el hundimiento
del Kursk, el infierno en la torre. En agosto del año
pasado hubo más bombas en la ciudad y comenzó la guerra
con Chechenia. El agosto anterior trajo el crash financiero. Y así
sucesivamente.
Al comienzo del desastre del Kursk, un grupo de políticos,
escritores y editores nacionalistas y comunistas emitió un manifiesto
de salvación nacional para combatir la parálisis
espiritual y la desesperación de Rusia. En aquellos
días de duelo, éramos bien conscientes del tamaño
del problema al que Rusia había sido lanzada, proclamaron.
Nuestro pueblo estuvo librando una gran guerra durante una década,
perdiendo un millón de hombres cada año y dejando ciudades
incendiadas, edificios de departamentos bombardeados, aviones derribados,
barcos hundidos y regiones despobladas y devastadas, así como incontables
tumbas de nuestros compatriotas dejadas atrás en el campo de batalla.
Rusia estaba en guerra por el derecho a llamarse a sí misma
Rusia, a controlar el territorio entre tres océanos, a hablar su
idioma nativo, a adorar sus cosas santas y a honrar a sus héroes
y antepasados... tratando con sus últimas fuerzas de lanzar barcos
al mar y escuadrones al aire, de bombear petróleo y gas natural,
de calentar las casas, de educar a los niños, de cuidar a los huérfanos
y de mantener la fe en su soberanía e inviolabilidad y en la inevitable
Victoria Rusa.
El actual estado de ánimo, más que de victoria, es de un
derrotismo desmoralizador. Aun en la época de vacaciones docenas
de personas se están suicidando; recogiendo y comiendo hongos venenosos
o emborrachándose con vodka y luego ahogándose en los ríos
y lagos de Moscú. El atractivo del presidente Putin para los rusos
es que representa la mejor opción de poner orden a este caos, de
lograr la estabilidad en medio del pánico. Pero mientras él
promete una vuelta a la grandeza, también les dijo la semana pasada
a los apenados parientes de la tripulación del Kursk
que Rusia tenía que aprender a vivir dentro de sus posibilidades.
Y mientras los 118 estaban sepultados en el submarino en el fondo de mar
de Barents, el presidente debatía la fuga de cerebros con prominentes
científicos y les decía que sólo uno de cada 20 empresarios
en el país está usando equipos modernos. Y si el potencial
humano y el equipo de la marina no podían montar un rescate efectivo
para los 118 marinos del Kursk, tampoco los 300 bomberos ayer
en Moscú lograban llegar a dos personas atrapadas en un ascensor
a unos 1000 pies en la torre. Cuatro personas murieron ya aprisionados
en la destruida estructura.
Ayer toda la evidencia sugería que el incendio había comenzado
por negligencia. El departamento de bomberos dijo que ya cuando fue construida,
la torre Ostankino no cumplía con las reglas de seguridad. Una
inspección en mayo terminó en la nada luego de que se comprobara
que su sistema de abastecimiento de electricidad estaba sobrecargado en
un 30 por ciento. Esto hizo prácticamente inevitable el cortocircuito
del domingo a la tarde.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
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