Por Silvina Szperling
La primera parte del espectáculo del Torombo y su compañía está casi íntegramente dedicado a algún mayor. Desde Carmen Amaya y Lola Flores, pasando por Manolo Caracol y los patriarcas El Farruco y Diego del Gastor hasta un general �a los maestros� en el número Entre bastones, el espíritu del grupo se nutre de la tradición de su barrio, las Tres Mil Viviendas. Esa misma conexión con la tierra es la que se evidencia en su baile que, a través de los pies, saca magníficamente partido de la fuerza que el suelo le devuelve, en un juego de ida y vuelta. Un diálogo que se establece con la tierra desde los torrentes de energía que descienden en cascada a través de las suelas de los zapatos. Esos mismos ríos de lava ascienden luego verticalmente a través de piernas, caderas y tronco, emergiendo por la cabeza: las melenas de los bailaores se agitan en un ritmo que surge siempre de la contención previa, la calma que precede a la tormenta.
Asombra la claridad del proceso, la desfachatez de los intérpretes, la transparencia del sentimiento y, al mismo tiempo, la alta conciencia de espectáculo, de la mirada del otro. Se saben mirados por el público, pero lo que aquí más importa es el ojo del compañero. El elenco se turna en el protagonismo, todos se lucen y no hay un esquema estable de primeras y segundas figuras. Mujeres que se desgañitan en el cante, ya sea a dúo (como Herminia y Mari en Tangos) o enfrentando de a una al público, con esa mezcla de desafío y búsqueda de la complicidad en la platea que se sostiene en muchos momentos de la velada. Varones que luego de desplegar toda su potencia a través del movimiento o la voz, no dudan en estamparle un beso en la frente en público al compañero que acaba de cumplir una buena faena escénica. Aquí no se ejerce el precepto de que los hombres no lloran. No es que los hombres exactamente lloren, pero, al igual que las mujeres, gritan, sufren por el amor perdido, por �una mirada de tus ojos�. Así van surgiendo momentos destacables, como la protesta en que Jairo hace temblar una mesa, zapateando sobre ella con el resto batiendo palmas. O La fragua, con Farruquito dedicándole un número a su padre bailaor y dando clase de salero y manejo de la energía. O La guitarra, con una introducción del veterano Juan del Gastor y una segunda parte donde todo el grupo se saca chispas por turnos; tríos de dos guitarras y una voz, tres mujeres cantando a los gritos con una guitarra, momentos de percusión a puras palmas y cajones y un final bailado de tres varones y una mujer (la Toromba) que no se amilana en lo más mínimo frente a ellos.
El estilo del propio Torombo, con un torso completamente suelto, lejos del envaramiento de ciertos bailarines flamencos más famosos, es impresionante. Juega su rol de director desde un lugar totalmente horizontal y demuestra al salir al ruedo toda la tela que tiene para cortar. Luego del intervalo, se desencadena la fiesta, con todo el grupo en escena en las Esencias de la bulería. Nuevamente turnos en el protagonismo, más búsqueda frontal del público, que ya se integra a los gritos de aliento a cada intérprete, y el espíritu de juego campeando sin límites. En la despedida, los guitarristas zapatean. El Vareta (patriarca del grupo) canta bromeando con la costumbre del público de fumar dentro del local (�ya no me cae tan fiero�). Y se van todos juntos tomados de los hombros, como sosteniéndose unos a otros tras una dura �y feliz� faena.
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