Déjame
que te cuente
Por Juan Sasturain
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No con todos, pero con algunos de los rivales futboleros sudamericanos
Argentina tiene picas específicas. Con los uruguayos hay pica añeja,
casi devaluada hoy, pero que arranca desde los años en que existía
esa entelequia maravillosa llamada el fútbol rioplatense;
con los brasileños hay pica que es casi urticaria: un complejo
de inferioridad absolutamente fundamentado; con los chilenos hay una cuestión
de límites infinita que hace necesario un Samoré de árbitro
cada vez que salimos a la cancha; con Colombia, el estigma de una humillación
imborrable para la que no hay estadística favorable que sirva de
consuelo. Y además están los peruanos. Y no es fácil
definir qué pasa con los peruanos. Pero hay bardo, casi siempre
hay bardo (interior) con los peruanos. Tal vez porque los de equívoca
camiseta de River funcionan como disparadores de oscuras tendencias nacionales.
Veamos, si no.
De salida, yendo bastante atrás, el 57 en Lima fue una fiesta:
la luz de un fósforo, como diría Cadícamo, que brilla
más que nunca antes de apagarse. Los tres centrales juveniles del
equipo que ganó aquel Sudamericano Maschio, Angelillo y Sívori
(más el loco Corbatta) jugaron como los dioses y Argentina
llegó a campeón, tras golear a Brasil y Uruguay, faltando
un partido. Ya coronado, jugó displicente y trasnochado la fecha
final con los locales y Perú nos abrochó: 2-1. Casi un anticipo,
porque con la misma unanimidad con que la rompieron entonces, aquellos
pibes nos dejaron al año siguiente rumbo a Europa y el Mundial
de Suecia 58 fue sin ellos la primera merecida cachetada
a la soberbia criolla de suponerse mejor sin demostrarlo compitiendo:
1-6 con los checos y a llorar a casa. Pero los peruanos habían
avisado, reveladores.
Trece años después, en las lloradas eliminatorias de México
70 que el Toscano Rendo no mereció perder, Cachito Ramírez
nos embocó dos veces en el Monumental Perfumo lo acompañó
larga, infructuosamente en su corrida hacia el arco y Perú
hizo prehistoria a nuestra costa dejándonos afuera. La historia
la harían en el Mundial, con aquel hermoso equipo de tocadores
que dirigía el inmenso Teófilo Cubillas con tres dedos (del
pie). Ahí, otra vez, Perú estuvo en el momento preciso y
fue el espejo que nos reveló nuestra inconsecuencia: jugaban como
hubiéramos debido hacerlo nosotros.
Al año siguiente, sobre caliente, tercer capítulo: por la
Copa Libertadores, Boca y Sporting Cristal protagonizaron una batalla
inolvidable en la Bombonera. Se pegaron tanto todos famosa imagen
del Chapa Suñé con el botín en la mano... que
al referí ya no le quedaba a quién echar. Boca, afuera de
la Copa. Una vez más, confrontar con Perú había servido
para revelar alguna de nuestras facetas oscuras: el matonismo, la ostentosa
agresividad copera, en este caso. Pero faltaba. Uyy, lo que faltaba.
Faltaba nada menos que el episodio del Mundial 78: tras perder con
Italia, Argentina necesitaba ganarle a Perú por tantos goles si
quería seguir; el arquero peruano, Ramón Quiroga argentino
nacionalizado, se comió media docena. A más de veinte
años, pese al desodorante ambiental y las ganas de creer, el mal
olor todavía llega hasta aquí. De cualquier manera, hazaña
luminosa o flagrante soborno, el penoso episodio reveló una de
las más oscuras caras de nuestra conducta colectiva: hipocresía
y suspicacia, hijas de la consuetudinaria mala fe. Algo habremos hecho,
claro que sí.
El capítulo siguiente tuvo el mismo escenario de ayer: el estadio
Nacional de Lima. Aquella tarde de 1985, por las eliminatorias de México
86, la Selección del miserable Bilardo perdió 1-0
gol del lenguaraz Juan Carlos Oblitas, uno que nunca deja de mentar
lo del 78, pero el partido quedó para siempre en el
recuerdo como la tarde que Reyna no lodejó jugar a Maradona.
El (desde entonces y sólo por esos noventa minutos) célebre
mediocampista peruano se le colgó al Diez, lo agarró, lo
hostigó, le pegó, lo maltrató, lo distrajo, lo cargoseó,
lo acompañó desde que entró hasta que se fue, le
hizo mil faltas no demasiado fuertes, pero cortantes ante la pasividad
arbitral y... perdimos. Pocas veces (con razón o sin ella) hemos
llorado tanto. Pero los codos de Reyna no borraron la mano de Diego de
un año después. ¿Qué hubiera pasado si hubiésemos
perdido nosotros 2-1 contra los ingleses por un golazo único más
una avivada manual? Aquel partido del malvado Reyna puso de manifiesto
nuestra tendencia a la autoconmiseración: a llorar, bah. Los peruanos
otra vez apuntaban con el dedito a donde no nos gusta que
nos señalen.
Ayer, finalmente, Argentina fue a Lima a jugar contra un Perú caliente,
que necesitaba ganar para zafar del fondo. El equipo de Bielsa una
selección europea, blanca y rica que ni siquiera vuelve mayoritariamente
a Buenos Aires después del partido fue hostigada de palabra
y obra en la previa con puteadas y cascotazos, y después ganó
bien en la cancha, con un tiempo jugado como mejor puede y otro en que
el técnico arrugó demasiado. Prolijos, serios, profesionales,
estos muchachos con la celeste y blanca no sobraron, no cayeron en bravuconadas,
no recurrieron al llanto, no deslizaron suspicacias ni incurrieron en
declaraciones hipócritas. Todo bien.
Jugar con los peruanos, sin embargo, una vez más sirvió
para ratificar como lo atestigua el hasta hace poco intocable San
Martín que con ellos siempre descubrimos algo intolerable
que nos caracteriza: en este caso, el pobre Samuel confirmó otra
vez con su gol en contra que los argentinos somos nuestros
peores (únicos) enemigos.
REP
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