Por Miguel Bonasso La orden letal de Cavallo venía disfrazada de propuesta: Lo hacés si querés. Acá no se obliga a nadie a hacer lo que no quiere. Pero si no querés, puntos suspensivos. Thelma Jara de Cabezas sabía muy bien lo que significaban los puntos suspensivos: si no se prestaba a esa nota infame en la revista Para Ti, la bajarían a la enfermería, le aplicarían una inyección de pentonaval y la llevarían al Fokker para arrojarla a las aguas del Atlántico. Pensó que al leer la revista, su hijo Daniel, que estaba exiliado en México y había organizado una campaña internacional denunciando el secuestro de su madre, sabría que aún estaba viva. Con la muerte en el alma, recordando a su otro hijo Gustavo, el pibe de 17 años al que esa gente había desaparecido para siempre, musitó: bueno. Fue una noche en la extraña Pecera de la ESMA donde los peces a-trapados por el Grupo de Tareas 3-3-2 cumplían su trabajo escla- vo en cubículos transparentes que habían suscitado la cruel metáfora del acuario. Veintiún años más tarde, Thelma no ha olvidado la
tremenda disyuntiva, ni la voz metálica del milico que la chantajeó
con la muerte y cuando se le exhibe una foto de Ricardo Miguel Cavallo
(alias Miguel Angel, Marcelo o Sérpico) no duda un segundo: Son
las mismas cejas bien delineadas, el pelo peinado de derecha a izquierda,
con esa onda que le cae así... ¡Cómo no voy a reconocerlo
si lo veía todos los días, en aquellos días!.
Una certeza que la llevó a escribirle al juez español Baltasar
Garzón, para declararle bajo juramento que Ricardo Miguel Cavallo,
el director del Registro Nacional de Vehículos de México,
no es otro que Marcelo y ponerse a las órdenes del
magistrado para ampliar esa declaración. Rompiendo un largo silencio,
Thelma estuvo cuatro horas ante el grabador de Página/12 reviviendo
los peores momentos de su vida. La noche del 30 de abril de 1979, Thelma Dorothy Jara de Cabezas, de 52 años, salió abrumada del Hospital Español, donde había estado cuidando a su esposo que se moría de un cáncer de pulmón, cuando empezaron a prenderse luces de todos lados. Le pareció extraño, pero no le dio importancia y caminó una cuadra hacia la parada del colectivo. Entonces un coche blanco retrocedió hasta donde esperaba, se abrió una de las portezuelas y una mano enguantada le tapó la boca. La arrojaron dentro del auto y en escasos segundos fue esposada y encapuchada. En el largo trayecto hacia un destino ignoto tuvo tiempo de pensar: la circunstancia más temida estaba ocurriendo. Desde que le arrebataron a su hijo Gustavo Alejandro el 10 de mayo de 1976, se la había pasado en la primera línea de los reclamos. Había debutado en la Plaza de Mayo cuando apenas eran seis madres, luego había seguido la búsqueda del adolescente desaparecido en la Comisión de Familiares y poco antes en enero y febrero de ese año 79 había dado dos pasos muy audaces al viajar a México para reclamar por los desaparecidos ante los obispos del Celam reunidos en Puebla y al participar en un cónclave secreto del Movimiento Peronista Montonero (MPM), en un suburbio de Roma. Un cónclave presidido por Mario Eduardo Firmenich, el subversivo más buscado del país. Thelma no lo sabía, pero el Grupo de Tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada le venía siguiendo los pasos desde antes que partiera al exterior, a ese México donde su otro hijo, Daniel, y su compañera Nora comenzaban a comprometerse con el MPM. El auto se detuvo tras un largo trayecto; el chofer gruñó una curiosa contraseña y los dejaron entrar. La bajaron y caminó unos metros sobre un terreno liso para descender después algunos escalones hacia un sótano. Llegaron a un lugar donde había una música estrepitosa, la metieron en un cuarto y la arrojaron sobre un jergón. Antes le habían arrebatado una mochila donde tenía una libreta con teléfonos de México. No lo sabía aún, pero estaba en el sótano del Casino de Oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada, el centro del infierno. La interrogan. La famosa picana comienza rápidamente. Quieren saber con quién se ha visto en Puebla, en Roma. Si Firmenich le da instrucciones. Si en Roma hay armas. ¿Quién apoya a esos hijos de puta? Olvidan atarla y ella, para mitigar el shock, se despatarra y sacude con brazos y piernas. Pero es curioso: la picana no le duele. Increíblemente no le duele. Una de las voces quiere saber quién es su responsable. Dice que no tiene responsable, que no es militante, que no entiende de esas cosas. La voz no cesa y la picana tampoco. Entonces inventa un personaje: José. José es su responsable. La voz quiere saber cómo es José, cómo viste José. La señora que es criolla, sencilla, dulce pero nada tonta traza el retrato del hombre-masa. La voz pregunta cómo se viste y la señora Thelma le pone un pantalón gris de franela y una campera. Le piden entonces una dirección, un teléfono. Ella fantasea un número y, por una curiosa disciplina que el cerebro respetará como un ordenador, dirá el mismo número durante varios días. Hay una pausa, la hacen subir como tres o cuatro pisos volando y en la tiniebla. La tiran sobre un jergón. La tiniebla huele espeso y está poblada de quejidos y cucarachas que huyen por los rincones. No lo sabe aún, pero está en el altillo del Casino de Oficiales: en la temible Capucha donde casi cinco mil desaparecidos esperaron todos los miércoles que una rifa siniestra les dijera si se habían sacado la L de la libertad o la T de los traslados al abismo marino. Llaman al número que dio Thelma y no hay ningún José. Vuelven a torturarla. Con mayor ferocidad. En una de las pausas una mano le alza violentamente la capucha y la mira. Es un joven delgado, con un jopo que le cae sobre la frente. En los días y meses que sigan sabrá que es teniente de navío, le dicen Marcelo y se llama Cavallo. Con corrección de cadete le pregunta: ¿Por qué nos hacés esto? ¿No sabés que nosotros tenemos quien nos cuente si decís o no la verdad?. Mira detrás del joven: está en un pequeño cuartucho con paredes de conglomerado, una música demencial ha tapado los aullidos que ella misma no ha escuchado. Contesta con increíble sentido común: Y bueno, ustedes querían un dato y yo se los di. Yo les dije que no militaba y que no tenía responsable, pero no me creyeron. Entonces algo les tenía que decir. Una sonrisa o un rictus tuercen la boca de Marcelo que hace una seña y le baja la capucha. La picana vuelve con más intensidad. Mirando para abajo espía el territorio de su cuerpo que recorre la máquina y jura hasta hoy que no le cuesta aguantar. Los tipos murmuran: es fuerte y le siguen dando. Un personaje que luego conocerá como Espejaime le advierte con inesperada corrección: Señora, yo mato. Hay tres sesiones, al cabo de las cuales la suben a Capucha. En la tercera la sacan hacia otro ámbito desconocido, donde el Gordo Daniel (el prefecto Héctor Fevres, actualmente procesado y detenido en la causa por robo de niños) le dice a otro tipo: a ésta hay que matarla. Montoneros espiados en el exterior Tiempo después Daniel le comentará que la estuvo campaneando
en Ezeiza el día de su partida; viajó con ella a México
en el mismo avión; la siguió en el DF mexicano cuando se
encontró con su hijo y su nuera; los perdió en un astuto
cambio de auto y volvió a encontrarla en Roma, cuando él
mismo se cruzó con la patota de Firmenich.
No le dirá, claro, lo que el autor de esta nota sabrá muchos
años después: que Daniel viajó a Roma con otros miembros
de la verdadera patota, para asesinar con dardos envenenados a Jaime Dri
que, en 1978, se les había escapado de la ESMA. Un día,
un colega de Marcelo al que luego conocería como Juan
(y era en realidad el teniente de navío Juan Carlos Rolón)
la hará bajar desde Capucha hasta un lugar donde había
mucha gente, que podía ser el Dorado, la oficina
de Inteligencia. Allí le preguntaron si sabía dónde
estaba y ella les mintió. Lo sabía desde el primer día.
Un grito oceánico de gol, que debía venir de la cancha de
River, la había situado en el lugar más espantoso de Buenos
Aires: la Escuela de Mecánica de la Armada. Pasó entonces a la Pecera, que era un paso adelante hacia una posible supervivencia. Allí había otros dieciséis prisioneros que recortaban diarios, clasificaban las informaciones y las microfilmaban. A Thelma le dieron oficina y tarea, pero su situación seguía siendo incierta porque Marcelo (Cavallo), que solía descolgarse por la Pecera a la medianoche, para ir convocando a los chupados, nunca la había llamado. Cosa que rápidamente notaron los otros prisioneros, que abogaron por Thelma, a quien le habían cobrado un gran afecto. En aquellos días como se lo dijo uno de los desaparecidos las teletipos hervían con noticias sobre su desaparición. Desde México, su hijo Daniel había lanzado una campaña muy efectiva denunciando el secuestro. Julio Cortázar había escrito una nota muy emotiva sobre la señora Jara de Cabezas que se publicó en El País de Madrid y varios diarios latinoamericanos. En aquel momento la dictadura militar presidida por el general Jorge
Rafael Videla enfrentaba un creciente aislamiento internacional. Se anunciaba
la inminente visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
de la OEA (CIDH), que pronto llegaría a verificar las numerosas
denuncias sobre terrorismo de Estado que se habían acumulado en
el extranjero a partir del Mundial de Fútbol de 1978. En ese marco
los cerebros de la inteligencia militar comenzaron a pergeñar
operaciones de intoxicación y desinformación para paliar
los efectos de lo que llamaban la campaña antiargentina de
la subversión. Con temeridad, los marinos establecieron el
Centro Piloto de París, que se dedicó a espiar a los exiliados
y a tratar de contrarrestar las denuncias. Los servicios de inteligencia
de la dictadura contaban con algunos aliados venales como la agencia norteamericana
de relaciones públicas Burston Marsteller (que había comprado
periodistas extranjeros y organizaba visitas turísticas para demostrar
que los argentinos eran derechos y humanos) y el naciente
emporio periodístico de la Secta Moon, conducida por el Reverendo
Sun Myung Moon, un conocido pillo que iría preso en los propios
Estados Unidos por defraudar al fisco. En esos días la Secta editaba
el periódico World News y preparaba el lanzamiento en Uruguay de
Noticias del Mundo. En la Argentina, los moonis se instalaron con el apoyo
del obispo Antonio Plaza, que trabajaba para la dictadura, y de varios
jefes militares, especialmente el secretario de Planeamiento, general
Ramón Genaro Díaz Bessone (el mismo que en la actualidad
preside el Círculo Militar y expulsó al general Martín
Balza). El propio jefe del holding periodístico del Reverendo,
el conocido bon vivant de la guerra Arnaud de Borchgrave, se desplazó
a Buenos Aires para entrevistar al dictador Videla. Entre los apoyos periodísticos
locales figuraba Antonio Rodríguez Carmona, de la agencia estatal
Télam. Con esos soportes, la operación concebida en el Dorado de la ESMA se puso en marcha. Pronto el trato hacia Thelma mejoró. La mujer, sencilla, que se ganaba el afecto de los compañeros y aun de los jóvenes guardias con su actitud maternal, ignoraba que estaba por convertirse en una pieza clave de la maniobra. En esos días uno de los tipos de Inteligencia le dijo que su esposo había muerto el 23 de mayo. Una tarde se sobresaltó cuando vio entrar caminando a su oficina a Julia Sarmiento, una compañera de militancia en la Comisión de Familiares, de quien se decía que estaba chupada por la Marina desde mucho tiempo antes. Ahora comprobaba que era cierto. Thelma debió ponerle muy mala cara, porque Marcelo, que la tenía a su cargo, se lo recriminó con aire de sospecha: ¿Por qué le ponés esa cara a Julita? ¿No sabés que hace mucho trabaja para nosotros?. Ah, no sabía, respondió Thelma de inmediato, con ese reflejo para el disimulo que se adquiere rápidamente en el infierno. En su interior algo le decía que la Sarmiento era responsable de su caída. En Roma, increíblemente, María Antonia le había dado un casete para Julia, a pesar de todas las sospechas que existían. Thelma se lo entregó sin decir una palabra, pero era obvio que el casete de María Antonia Berger (una sobreviviente de la masacre de Trelew) la comprometía decisivamente ante los marinos. Pese a las sospechas, el régimen siguió ablandándose
para ella. El prefecto Fevres la llevaba a ENtel para hablar por teléfono
a México, no sin advertirle: Si te da por correr, te mato.
La operación se fue redondeando con otros trabajos. Un día la sacaron a la Panamericana y le tomaron fotos producidas, con un background de carteles comerciales uruguayos para fingir que estaba en Montevideo. Luego la producción incrementaría el verismo y la llevarían al Uruguay. Para ese entonces los pocos prisioneros que aún estaban en la
ESMA habían sido transportados a una isla del Delta para limpiar
las instalaciones del centro clandestino ante la inminente visita de la
CIDH. Igual que en el Casino de Oficiales, en la isla había dos
categorías de prisioneros: unos quince andaban sin capucha ni grilletes,
en tareas esclavas de apoyo a sus captores, y otros, a quienes los marinos
evidentemente consideraban irrecuperables, continuaban en
el Delta el régimen de Capucha: grilletes, vendas, esposas y torturas.
A este grupo compuesto por otros 17 prisioneros pertenecía
la familia de los Villaflor: Raimundo, su hermana Josefina, su mujer Elsa
Martínez y su cuñado José Hassan. Todos ellos serían
torturados con saña y asesinados. Raimundo moriría en el
tormento meses después, cuando Thelma ya había sido liberada. Los viajes con Marcelo Cavallo (en ese entonces Marcelo) la llevó dos veces a Montevideo para simular que vivía allí por miedo a la supuesta venganza de los Montoneros. El se ocupaba de todos los trámites. Ella no sabía lo que era el Plan Cóndor, pero en Carrasco los esperó dos veces un misterioso sujeto de civil que hizo pasar sin control al marino y a la mujer de pañoleta y anteojos oscuros que viajaba con un pasaporte a nombre de Magdalena Manuela Blanco, confeccionado en el sótano de la ESMA. Las dos veces fueron y volvieron en el día. En una ocasión debían verse con unos periodistas extranjeros que, finalmente, no llegaron. A la segunda reunión, realizada en un departamento conseguido por el misterioso uruguayo, asistió un periodista del World News y dos marinos del Centro Piloto de París. La nota saldría después rebotada en un cable de Télam y en la célebre entrevista de Para Ti. En los dos viajes Marcelo usaba el avión para dormir, tal vez para no tener que hablar de más con su prisionera. En Montevideo se alojaron las dos veces en un hotel relativamente bueno que Thelma ubica, cerca de la 18 de Julio y de la Municipalidad. Pero el punto cenital de la campaña fue la nota de Para Ti, armada con la indudable complicidad del director ejecutivo de Editorial Atlántida, Aníbal Vigil, y los miembros del staff editorial de Para Ti Lucrecia Gordillo y Agustín Botinelli. La nota serviría para desprestigiar a Montoneros, a los familiares de la víctimas y para demostrar que Thelma no estaba secuestrada como lo denunciaban Cortázar y el fundador de Amnesty International, Sean McBride. Marcelo (Ricardo Miguel Cavallo) le propuso la jugada a Thelma con las palabras que se citan al comienzo, imitando las ofertas irresistibles de la mafia. Con un chantaje adicional: por una de esas coincidencias folletinescas que acuñó la tragedia argentina, una sobrina de Thelma, Norma Cozzi, había sido chupada por el GT de la ESMA junto con su marido Eduardo Piccini. Marcelo, con aparente amabilidad, la trajo a su presencia. Tía y sobrina se abrazaron en la Pecera, sin saber qué decirse frente a la mirada atenta de Cavallo. La entrevista con Para Ti El Día D la prisionera salió de la ESMA en un auto manejado por el Ruso, un chupado que simulaba ser pariente de Thelma. Otros dos vehículos, cargados de represores y armas, los escoltaban para evitar la impensable venganza de los Montoneros. Allí iban Abdala, Marcelo, Rolón y la colaboradora Julia Sarmiento. Los autos enfilaron por Libertador hacia La Pampa y Figueroa Alcorta, donde hay una confitería que entonces se llamaba Selquet. El local estaba vacío. Thelma y el Ruso se ubicaron en una mesa preestablecida, donde había un micrófono, frente a un oportuno cortinado detrás del cual se escondería Marcelo a escuchar. Cuando ya estaban sentados llegaron un fotógrafo y un periodista de Para Ti, los dos jóvenes y nerviosos. El verso era que había sido usada para campañas de denuncia y ahora estaba amenazada por los Montoneros. En la entrevista omitió mencionar a su otro hijo Daniel, como una forma de cubrirlo y como una señal al muchacho exiliado. Marcelo, que escuchaba tras las cortinas, después se lo echaría en cara: ¿por qué no mencionaste a Daniel?. La revista, que ya había hecho y seguiría haciendo notas armadas con los servicios, la publicó el 10 de setiembre de 1979 con el título Habla la madre de un subversivo muerto. Un articulista del Buenos Aires Herald, único diario que se atrevía a criticar a la dictadura, sugirió queel lenguaje de la entrevista parecía más el de un militar que el de una madre. En diciembre de 1979 la consideraron apta para reintegrarse a la sociedad y la dejaron en libertad. Se fue a enterrar en Corrientes en casa de un hermano. Allí llegó un día Marcelo para recordarle que ellos eran el Hermano Mayor y anunciarle que Daniel, el hijo que le quedaba, había caído junto con su compañera Nora. El represor quería que Daniel hiciera otra nota para la revista y ella lo enfureció al decirle simplemente: No, Daniel no. Por suerte, su nuera era hija de alemanes y el cónsul de Alemania removió cielo y tierra hasta lograr que los legalizaran. El Consejo de Guerra los condenó a 15 años de prisión y salieron recién en mayo de 1984. En esos años, Thelma los visitaba en Caseros, y la historia se iba reconstruyendo a cachos igual que las personas que la habían sufrido. Thelma declaró ante la Conadep y en el juicio a los comandantes, pero sufrió rechazos en algunos organismos humanitarios. Decidió vivir en soledad; encontró lo que llama su paz espiritual y cuando José Vales, del diario mexicano Reforma, le mostró la foto del empresario Ricardo Miguel Cavallo dijo, sin odio, con serenidad, que ése era Marcelo.
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