Un imposible camino medio
entre reacción y revolución parece haber sido la apuesta
de Juan Pablo II al beatificar a dos pontífices considerados
contradictorios, el ultramontano Pío IX y el conciliador
Juan XXIII. Pero los obstáculos que Pío IX puso al
ecumenismo siguen en pie, a pesar de los esfuerzos que cien años
más tarde hicieron Juan XXIII y Paulo VI por superarlos.
El entero pontificado de Pío Nono quedó marcado por
su cerrado rechazo a las transformaciones que trajo el revolucionario
año 1848. El Papa se encerró en el Vaticano, donde
recibía la muestras de reverencia de los soberanos católicos
(incluyendo regalos del argentino Juan Manuel de Rosas). Desde su
encierro, fortaleció su poder espiritual, como contrapartida
por el temporal que había perdido junto con el reino de Roma
en los procesos que llevaron a la unificación italiana. Este
fortalecimiento culminó con la doctrina infalibilista. En
el Concilio Vaticano I reunido en 1870, Pío IX hizo proclamar
el dogma de la infalibilidad papal. Desde entonces, la mayoría
de los protestantes ve como imposible el acercamiento al catolicismo
y los jerarcas ortodoxos, como el ruso Alexi II, se resisten a entrevistarse
personalmente con el Papa de Roma. Moscú sigue siendo en
el mundo uno de los puntos no visitados aún por el Papa.
En una aseveración famosa, o por lo menos rotunda, Simone
de Beauvoir sostenía que cuando alguien dice que no es de
izquierda ni de derecha, es de derecha. Y a pesar de los numerosos
gestos de acercamiento a la modernidad multiplicados, el catolicismo
polaco de Karol Wojtyla sigue más próximo al fortalecimiento
de la autoridad tradicional de la Iglesia y a su intromisión
en las decisiones de las sociedades que a limitar la libertad religiosa
al derecho de cada cual de practicar la religión que elija.
O de no practicar ninguna.
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