Por
Pablo Plotkin
El viejo pleito entre el instinto y la razón se disputó
una vez más sobre el escenario de Obras, donde Los Fabulosos Cadillacs
estremecieron con un aluvión de hits a las 10 mil personas que
llenaron el estadio en las dos primeras fechas de la serie que se completa
hoy. El instinto: un oficio implacable para producir melodías pegadizas,
que se nota con mayor contundencia en este show que revisita sus quince
años de carrera. La razón: una necesidad artística
de no quedarse en el talento jinglero, de experimentar con toda clase
de ritmos urbanos y licuarlos en sus álbumes. Para revivir su década
y media de historia, ellos prefirieron concentrarse en esas que sabemos
todos. Y son muchas. Como treinta. Los fans habrán sabido aprovecharlo,
porque está claro que pasará mucho tiempo hasta que vuelvan
a escuchar en vivo aquello de se ahogó, se fue, murió
y demás reliquias radiales de los 80. El asunto es que puede
señalarse el 2000 como el año en que Los Fabulosos Cadillacs,
siempre tan obsesionados por transformarse, acabaron en público
con los complejos de su juventud.
Después de empezar el segundo lustro de los 80 en plena ebullición
ska, irrumpiendo en escena con Yo no me sentaría en tu mesa,
Quiero morirme acá y Silencio hospital
(todos tocados en Obras; faltó Mi novia se cayó en
un pozo ciego), la banda vivió sus días difíciles
cuando el gobierno de Alfonsín se caía a pedazos y la gente
saqueaba mercados. Pero lo que parecía una pérdida de rumbo
terminó convirtiéndose en el vuelco conceptual más
inteligente (y redituable) de su historia. Empezaron los 90 internándose
con mayor seriedad en ritmos africanos y centroamericanos, y El León
fue el mejor documento de aquella búsqueda.
La conciliación entre el éxito comercial y el prestigio
devino en la conquista de Latinoamérica. A mediados de los noventa,
con el compilado Vasos Vacíos y Matador como single
infalible, Los Cadillacs pasaron a ser uno de los modelos más populares
del llamado rock latino. Mientras tanto, Gabriel Fernández Capello
(a) Vicentico se perfeccionaba como intérprete y autor, y Flavio
Cianciarulo (el otro compositor de la banda) devoraba discos de free jazz.
Fue cuando grabaron Fabulosos Calavera (algo así como una respuesta
al estrellato) que el sello promovió como (vaya delirio de grandeza)
el álbum que cambiaría la historia del rock nacional. En
Obras sólo tocaron Calaveras y diablitos: no había
lugar para el jazz o el tango en medio de la fiesta de 15. La Marcha del
Golazo Solitario apareció en cambio con Roble, La
Vida y Los Condenaditos.
Al frente de la orquesta, Vicentico fue figura, con modales de predicador
sedado, vestuario de mendigo, garganta melancólica y el humo de
cigarrillo flotando entre sus dedos. Al lado de él Ariel Minimal,
una pequeña multiprocesadora de la cultura rock, brilla también
como guitarrista todoterreno. En el otro costado, Flavio se planta en
postura de robusto bajista de jazz. La primera línea de Los Cadillacs
recordando públicamente los viejos tiempos y luchando por no oxidarse.
Lo bueno es que todos músicos y seguidores tienen claro
que el revival empezó y terminó con este pretexto de los
15 años. Ahora, otra vez para adelante.
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