KIOSCO
24 HS
Por Sandra Russo
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Fue
hace escandalosamente poco que para calmar la sed ya no hizo falta ir
a los bares: el pasaje de la botella a la lata de gaseosa presagiaba,
aunque entonces no lo sabíamos, una interminable retahíla
de cambios en nuestra percepción del mundo, o al menos de la ciudad.
Con las latas vinieron las heladeras vidriadas de las que primero hicieron
gala los kioscos de mejor familia y poco a poco cualquier kiosco. Y después,
casi sin que nos diéramos cuenta, y bajo el influjo ya desdibujado
de la reina lata, nacieron los kioscos abiertos las 24 horas y sus sucedáneos,
los autoservicios de las estaciones de servicio, valga en este caso la
redundancia que no es tal, porque bajo ese designio, el del servicio,
están ahora regidas nuestras humildes vidas de sujetos urbanos.
Aunque la población que le da uso concreto a los kioscos de 24
horas suele ser acotada adolescentes, insomnes, escritores de inspiración
errática, desempleados a la espera del clasificado neonato
la existencia de esos lugares está instalada en el imaginario colectivo
como el de un ángel de la guarda kitch al que se podrá recurrir
en casos de emergencia kitch: el kiosco de 24 horas desmantela la idea
de la noche cerrada, lleva alivio a esa zona de uno que se encoge a la
vista de las luces que se van apagando, de los mozos barriendo la vereda,
de las sillas arriba de las mesas, de los signos inequívocos de
que un día más ha terminado y que habrá que sobrevolar
la noche para arribar al día siguiente. De que, en fin, para algo
ya es tarde.
Los kioscos de 24 horas son un acompañante terapéutico impersonal
que, si quedan a una o dos cuadras de casa, arrullarán con su sola
existencia, aunque jamás acudamos a ellos para comprar aspirinas
o cigarrillos o chocolates, nuestros sueños complicados. Son el
reaseguro de provisiones impensadas, la garantía de deseos repentinos,
el tranquilizante que atenúa la ansiedad de sentir una ansiedad
ilimitada que a las tres de la mañana nos haga necesitar desesperadamente
cuatro pilas.
A los clientes previsibles de los kioscos de 24 horas se les suma un ejército
potencial de clientes probables. Amantes sin red que ponen las balizas
del auto para comprar de apuro una cajita de preservativos; amas de casa
desquiciadas que advierten recién cuando toda la familia duerme
que deben, sí o sí, emprolijarse las uñas y se quedaron
sin limas; estudiantes nerviosos cuyos hígados requieren Chofitol
para seguir tomando café de madrugada; madres o padres que pagarían
fortunas a esa hora por una aspirineta que le calme la otitis al bebé;
cónyuges en vías de separación que salen a la calle
sin rumbo fijo y planean una borrachera en la plaza merced a la petaca
de Criadores que acaban de comprar; hombres o mujeres con alguna duda
torrencial que los desborda, y que aligeran antes del amanecer masticando
bombones rellenos de licor. El elenco nocturno de los kioscos de 24 horas
es virtualmente tan extenso y tan amplio que si todavía no lo hemos
integrado, la sensatez aconseja que memoricemos dónde está
el que alguna vez, problable o imaginaria, nos sacará de apuro.
Cuando los kioscos eran kioscos y las gaseosas venían en botellas,
la noche era más noche y más cerrada. La lata inauguró
una escapatoria, una salida de emergencia que fue tomando cuerpo en otras
posibilidades. Cuando hay cerca un kiosco de 24 horas, uno da las buenas
noches más tranquilo.
REP
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