Por
Julián Gorodischer
Hoy, querida mía, hagamos el amor con alegría.
Canta Sergio Denis y hace muchas muecas, como cuando pisa el escenario
de La movida de Juan Alberto Mateyko o de cualquier teatro
de barrio. Canta y mueve la cintura, enfundada en un megacinturón
de color plateado. Sonríe y hasta tira algún besito cuando
se lo piden. No importa que después de cada estrofa le griten:
Puto. O que a su lado alguien ruegue a la tribuna: No lo jodan mucho.
Es que en el estudio de Todo por 2 $, el mundo freak y la
parodia se vuelven compatibles, casi cómplices uno del otro. Búrlense
de mí, parece implorar Denis cuando grita con entusiasmo
creciente: Yo soy la aventura...
Aquí no hay lugar para falsos enojos: el que acepta sabe a qué
se atiene. ¿Estará de vuelta o es demasiado bobo?,
se pregunta un fan del programa de Fabio Alberti y Diego Capusotto, mientras
mira la escena del gaste a Denis, ya extendido. Un grupo, avisado, arma
una fila con fotos y compactos del falso ídolo para que se los
firme. Una cínica le pide sacarse una foto, bien agarrada del cinturón
plateado. Y Denis sonríe, siempre un poco incómodo, como
si preparase una huida. Pero debe cumplir con la agenda de visitas a los
programas masivos. ¿Programa masivo?
Todo por 2$, el programa más visto del nuevo Canal
7 (con un promedio de cinco puntos), convoca a una multitud de 300 fans
en la tribuna cada semana. Y ahora mismo, en el estudio, hay productores
del canal estadounidense E! Entertainment filmando el back stage para
un envío especial de Behind the scenes. El rumor ha llegado hasta
la señal fashion del espectáculo, y un equipo especial partió
hacia Canal 7 para contar el fenómeno del que habla la Argentina.
Por eso, tal vez, Denis no pudo negarse cuando lo invitaron, como no lo
hizo Donald. Baila, en el cierre, una coreografía abrazado a Mario
y a Marcelo, como si a la parodia de programa ómnibus que es Todo
por 2 $ se le borrara la sorna. Como si no existiera esa frase que
retumba, desde el fondo: Callate, boludo.
Esta
gente, la que habita la tribuna, es muy rara. Hay de todo: buscadores
de empleo profesionales que se adueñan de las primeras filas: uno
de ellos muestra al cronista la carpeta con fotos de su perro amaestrado.
Quiere ubicarlo en el staff del programa, como si aquí toda rareza
tuviera una vacante asignada de antemano. Otros, más lejos, esperan
para ofrecerse a la producción para hacer alguna changa. Muchas
muchísimas chicas adolescentes deben haber usado su
hora libre en el colegio para venir en barra a festejar la ineptitud de
la Boluda total, de quien se declaran fanas. Ahora están
aquí, junto a tantísimos fieritas, que los sábados
pueblan recitales. Todos pasan sin filtro: es suficiente con haber retirado
las entradas, que se acaban en veinte minutos. De pronto, unos cuantos
se ensañan con las butacas y les dan puñetazos; tienen que
sacarlos afuera. Después, ya de vuelta, suben el tono de esta fiesta
cuando le gritan ¿piropos? a una rubia, disfrazada con un corpiño
y una minifalda fucsias para hacer de extra. No se pasen de rosca,
los reta un señor de uniforme, después de escuchar un exabrupto
de los muchachos. A la salida te violamos, grita alguien sin
hacer mella en el entusiasmo de la rubia danzante.
¿Qué hizo la señorita Sushi Tepanaki para convertirse
en una estrella? No mucho. Su español de recién llegada
de Hong Kong es deficiente, y apenas sabe sonreír con eficacia.
Pero cuando entra al estudio, se desata la gran fiesta. La tribuna ya
está llena de cotillón, y todos tiran serpentina y papel
picado. Ella ensaya una reverencia. Pero el verdadero aluvión se
produce con la llegada de Dyango, el viejito que se gana los mayores aplausos.
Quizá más importantes que los que consiguen Capusotto y
Alberti. Dyango que también interpreta a Pedemonti, un jugador
de 27 un poco avejentado no hace caso de los halagos. Siempre está
como ausente, extraviado, en un fuera de sitio que se rompe a la hora
de su parlamento. Recita bien fuerte lo que le tocó en el libreto,
en ese living kitsch que sirve de decorado: Lopérfido, ocupate
de la ola de lujuria que hay en el cine argentino. Y la tribuna
vuelve a levantarse, porque cada dicho de Dyango es motivo de festejo.
Otros tienen peor suerte: al Negro lo detestan. En el sketch que ahora
están grabando, el Negro hace de manosanta y opera en vivo a un
extra que está acostado en una camilla. Invoca al espíritu
del dios filipino Storani, a tono con el ensamble entre personajes de
ficción y nombres de famosos que atraviesa cada fragmento del programa.
El mismo se llama José Sanfilippo, y saca de ese vientre tiras
de chorizos y morcillas, hasta una calculadora... Pero un poco después
no se acuerda de la letra, y la toma debe repetirse varias veces. La tribuna
chilla: El negro no puede..., y la tensión aumenta.
En el sketch, un poco más tarde, Mario descubre que la operación
es un fraude y le pega una patada al curandero. Le dice: Te voy
a cagar a palos. Y desde la tribuna sale un eco, que refuerza el
remate: Hay que cagarlo a palos.... La masa no se lleva bien
con los tiempos largos de las grabaciones.
Unos minutos después vuelve la calma. La puesta en escena tiene
un poder amansador. Este es el universo favorito de la TV más plastificada:
el típico y tradicional living televisivo, que aquí luce
exacerbado. Los sillones están tapizados en dorado y rosa furioso;
hay veladores, una Venus de Milo, un piano de cola, columnas jónicas
y una barra de bebidas, todo junto, logrando un consenso de aprobación
en el público presente. Es el placer que se siente al encontrar
belleza en la basura, como dice un marplatense que esta semana lo dejó
todo para estar cerca de sus ídolos, que no son Alberti y Capusotto,
sino Larry (del Ranking musical) y Dyango. Por una vez el living televisivo
no sirve de escenario a una narración tediosa. Allí, donde
Mario y Marcelo despliegan ironía, otras veces pudo asentarse una
comedia de Darío Vittori, un ómnibus de Leonardo Simmons,
un magazine de los más berretas (con sus infaltables helecho y
piano de cola a un costado). Hoy, el estudio está tomado y se produce
la catarsis: Vengo porque la televisión es una mierda,
sentencia Martín, un estudiante de Economía, como si con
estar aquí concretara una revancha.
Muchas horas después de que todo comenzara, Capusotto y Alberti
están cansados. Se les nota en el tedio con que repiten una escena,
en la baja en la energía. Igualmente, nunca relegan las bromas
cuando pasan cerca de la tribuna. Capusotto insiste con una falsa renquera;
Alberti imposta una excesiva solemnidad que lo convierte en el antipático
del grupo. Más arriba, indica un productor, antes de
repetir un diálogo entre ambos. Mario y Marcelo sus personajes
nunca pueden aparecer cansados. Son hijos dilectos de esa TV que representan:
la del brillo de los famosos verdaderos no estos freaks falsificados
y la euforia permanente. La que el año pasado los expulsó
de Azul Televisión por demasiado incómodos y hoy los deja
compartir, nada menos que con Sábado Bus, un especial
de E! dedicado a los éxitos argentinos. Una paradoja
de la que ellos mismos se reirían, tal vez usando su pregunta-muletilla:
¿Qué nos pasa a los argentinos?.
Yendo
de �Tito Cossa� a �Silvia Peyrou�
Uno de los hallazgos más interesantes de
Todo por 2 $ es la utilización recurrente de
nombres de famosos para llamar a figuras de su fauna, que pueden
ir desde los protagonistas hasta los extras, e incluso a colaboradores
que son aludidos, pero nunca aparecen en cámara. Aquí,
cada integrante es lo que es gracias a una entidad puramente televisiva
que le da nombre; no existe el mundo exterior. Mario y Marcelo,
los presentadores, hacen continua mención a su entorno,
compuesto en su totalidad por figuras de segunda línea.
A nadie podría escapar que Mario se llama como Pergolini
y Marcelo como Tinelli. Marcelo Tinelli es, además, el
productor del programa. Ayer comí un asado en lo
de Silvia Peyrou, cuenta Mario. Estuve charlando y
tomando un café con Daniel Hadad y coincidimos en el asco
que nos despierta el cine argentino, agrega Marcelo. El
detrás de cámara no queda al margen:
Mandá la nota, Caserta, piden los conductores,
recordando al televidente el apellido de un director televisivo
del viejo Canal 9.
Todo es así: un corredor de las Olimpíadas
Gastronómicas se llama Esteban Villarreal. Y el destinatario
de un Banana Split que alguien envió de regalo al programa
es un tal Marley. La realidad, aquí, sólo es en
tanto espectáculo y la gente común, esa que responde
encuestas, manda mensajes o participa en rol de invitados, puede
llamarse: Marcela Tinayre, Tito Cossa, o Cecilia Milone. El resultado
es la parodia permanente, un programa sólo cobra sentido
definitivo si se lo mira como una parodia constante, no declarada
pero feroz, contra la propia televisión, que es su marco.
La cantidad de menciones a clubes de primera B, Nacional B y otras
divisiones del Ascenso que incluyen los guiones son imposibles
de enumerar.
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