Por Horacio Bernades
Una niña, un globo y un pececito. Con El globo blanco, el cine iraní vuelve a demostrar que con dos o tres elementos mínimos se puede armar una historia, crear personajes indelebles e iluminar, desde ese mundito a escala, la realidad circundante. Ateniéndose, al mismo tiempo, al más clásico esquema de la aventura, con un héroe o heroína viviendo una serie de peligrosas peripecias, guiado sólo por su deseo. Que en El globo blanco esas peripecias no sean la conquista de una ciudad o el rescate de una princesa, sino apenas el extravío de un billete y los infructuosos intentos de recuperarlo, obedece a la escala elegida: el cine iraní no pone la cámara a la altura de semidioses, sino de la gente común. A la altura de los niños, sobre todo.
En verdad, El globo blanco no es �una nueva muestra� del cine iraní, sino uno de los hitos históricos en la consumación de una estética, peldaño para su consagración internacional. De 1995, la película que se estrena ahora en Buenos Aires es la ópera prima de Jafar Panahi. El mismo de la notable El espejo, conocida aquí el año pasado. De Cannes, El globo blanco se llevó la Cámara de Oro, el premio que se destina a los mejores debuts cinematográficos. Es, una vez más, el nombre de Abbas Kiarostami el que está detrás de esta pequeña maravilla, confirmando que la resonancia local del autor de El sabor de la cereza no es ni capricho ni �invento� de alguna extraña secta de fanáticos pro-iraníes. Nacido en 1940, Panahi se formó junto a quien es sin duda el nombre clave de ese cine, a quien asistió en varias de sus películas. Fue Kiarostami quien redondeó la idea original de Panahi, y fue él, también, quien sirvió como aval ante los productores.
Es sumamente significativo el modo en que esa idea llegó a materializarse: Panahi se la contó a Kiarostami, y éste no la escribió, sino que volvió a contarla, a su vez, frente a un grabador. Como si se tratara de un relato oral, más que un guión strictu sensu. Cierto tono de fábula, de pequeña narración oral, pasó así a la película, que mantiene, de modo infrecuente, el color y sabor de esa clase de relatos. Falta apenas hora y media para los festejos de Año Nuevo, el 1374 del calendario persa. Razieh, una niña de siete años, tiene una obsesión: quiere un pececito que vio en una tienda cercana. Los niños, cuando se les mete una idea en la cabeza, no paran hasta conseguirla. Si algo mueve a Razieh, como más tarde a la niña de El espejo (que es la misma �actriz�) y los protagonistas de El sabor de la cereza, A través de los olivos y toda la obra de Kiarostami, es el motor continuo de la obstinación. Motor perfecto para hilvanar un relato.
Razieh le ruega a su mamá, propone un trueque al hermano (un globo azul a cambio de que la convenza), suplica, llora y patalea, hasta conseguir los 100 tomans que cuesta el pececito. Billete en mano (son los últimos 500 tomans que hay en casa ese día), Razieh sale a la calle, al mundo. Allí la espera su pequeña Odisea. Como en un cuento de Las mil y una noches, los encantadores de serpientes la envuelven en sus sortilegios. A los quinientos tomans se los llevará el viento, y habrá que recurrir a la buena voluntad de algún paseante, a algún ajetreado tendero, al hermanito, a un vendedor de globos afgano para recuperarlos. Habrá que recurrir a la tozudez. Además de la astucia con que se elige una mecánica infalible para hilar el relato, si en algo triunfa el cine iraní es en su aprehensión del mundo. El globo blanco está lejos de ser la excepción a esta regla.
La cámara en la calle, antes que nada, captando todo el hormigueo de esos momentos previos al Año Nuevo, el movimiento incesante de los paseantes, rostros y sobre todo voces, ruidos, bocinazos. Una utilización asombrosa del sonido directo para captar el sonido del mundo, con el micrófono convertido en una segunda ventana (la primera es la cámara) que lo recibe en plenitud. Tiempo real para apresar el tiempo mismo, en toda su materialidad: hora y media falta hasta Año Nuevo (que en los países musulmanes cae sobre el final de la tarde), hora y media dura el relato. Panahi recurre, de modo igualmente inspirado, al fuera de campo, para contar lo que la cámara no ve: si la madre está bien presente en escena, el padre es sólo una voz, reclamando servicios desde la ducha. Una radiografía visual del rol del hombre y la mujer en la sociedad musulmana, pero dada en un apunte, pequeño, preciso y contundente.
�FELICIDADES�, DEL ARGENTINO LUCHO BENDER
Una ciudad vacía de ángeles
Por H. B.
�¡La concha del mono!�, brama el Alfredo Casero, idiosincrático como siempre, tras haberse encajado tremendo martillazo en un dedo. De metido nomás, de chusma, el tipo se ofreció como voluntario ante la dotación policial que encabeza el oficial Cacho Castaña, para hacer saltar la cerradura del vecino. A quien él mismo denunció, porque, como Flavio Pedemonti, �anda en festicholas hasta la mañana, con minas, drogas y vaya a saber qué más�. Nadie le pidió tantos detalles al vecino buchón: Castaña y los suyos parecen demasiado agobiados por el espantoso calor de verano en Buenos Aires, como para hacer otra cosa que no sea cumplir su cometido, en piloto automático. �Su cometido� no es precisamente investigar, sino más bien desvalijar al prójimo, haciéndose cuanta colcha usada, sábana o kimono anden tirados por ahí.
En ese episodio queda resumido lo mejor de Felicidades, tardío debut cinematográfico de Lucho Bender, que tiene 43 años y desde hace veinte se viene forjando fama como director publicitario. Entre esas virtudes se percibe un fino oído para captar la lengua de la calle y reproducirla luego en una serie de floridos tics del habla. La habilidad para elegir sus actores entre los más excéntricos, los menos previsibles, y hacerlos rendir. La �antena� que permite sintonizar el episodio anómalo, el justo punto donde lo cotidiano resbala al absurdo. Cierto clima, muy argentino si se quiere, de encierro rancio, de gente que vive reptando o royendo. Al modo de una pequeña Magnolia nacional, una Ciudad de ángeles sin más querubines que los de los villancicos, Felicidades liga, de modo rapsódico, una serie discontinua de episodios y personajes, apelando a un incesante cross cutting.
Hay una unidad espacial: Buenos Aires, los alrededores del Abasto sobre todo; pero también cierto bar mitzvah rosarino que es todo un pequeño infierno de vulgaridad, chistes malos y lugares comunes. Hay unidad temporal: todo ocurre horas antes de la Nochebuena. Hay, también, una unidad si se quiere moral, expresada en la causticidad del título: Felicidades es aquí una mera frase hueca, un modo de disimular lo que pasa. Hay un hombre casado (Luis Machín), que sueña con una mujer (Mariana Arias) mientras intenta volver a su amante (la española Silke). Un médico de guardia (Pablo Cedrón, también coguionista) que fantasea una posible aventura con la propia Silke, pero no para de toparse con todo tipo de obstáculos. Un inválido (Marcelo Mazzarello) desesperado una compañía en Nochebuena. Un padre (Gastón Pauls) que busca el regalo para su hijo. Un patético animador (Carlos Belloso), que �trabaja de payaso para dejar de hacer el payaso�. Y un viejito peligrosamente fatigado, un perrito demasiado metido, un gigantesco galpón fantasmal y semiabandonado en la noche ...
A diferencia de Magnolia, con la que comparte cierta mirada olímpica sobre sus caídos en desgracia, en el origen de Felicidades, se perciben ideas como para varios cortos, sumadas para �dar� un largo. El hecho de que buena parte del elenco haya sido reclutada entre talentosos provenientes del under (Casero, Belloso, el propio Cedrón) y actores de tele (los nombrados y Mazzarello) y de teatro (Machín) produce, en más de un momento, el efecto, seductor pero contraproducente, de estar presenciando una serie de sketches o unipersonales. De todos los actores, un casi zombificado Cacho Castaña y cierto extraordinario secuaz, proclive a desubicados �naroskismos�, resultan las mayores revelaciones de Felicidades. Que, bien iluminada, montada y sonorizada, logra ponerse, por fuera y por encima del escuálido canon nacional. Pero también se la adivina, en más de un momento, demasiado engolosinada en su búsqueda de excentricidad.
Amsterdam como el centro
de la gran aldea global
�Amsterdam Global Village� es un notable documental de Johan van der Keuken, que construye un retrato de la capital holandesa a través de la mirada de sus inmigrantes.
Atención, señores: �Amsterdam Global Village� dura cuatro horas.
Van der Keuken hizo del film una declaración de amor a su ciudad. |
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Por Luciano Monteagudo
Ignorado casi completamente en la Argentina por los circuitos comerciales de exhibición e incluso por la TV por cable �que debería ser su principal campo de difusión�, el cine documental, en la actualidad, no tiene nada que envidiarle a su eterno hermano mayor, el cine de ficción. En realidad, tiene más de una lección para ofrecerle, en cuanto a originalidad, capacidad de innovación y modernidad de lenguaje. Una prueba contundente son las cuatro magníficas horas de Amsterdam Global Village, obra maestra del documentalista holandés Johan van der Keuken, cineasta emblemático de las mejores virtudes del género.
Entre 1993 y 1996, Van der Keuken, autor de una obra que a la fecha abarca casi cincuenta films, fue construyendo esta declaración de amor a su ciudad natal, que vista hoy se convierte en el mejor cine político posible. En un momento en que Europa asiste perpleja al renacimiento del neonazismo y la xenofobia, Amsterdam Global Village es, por el contrario, una celebración de la diversidad, un mosaico capaz de dar cuenta de la riqueza humana de una ciudad hecha de gentes de los más diversos orígenes y culturas que, permanentemente, nutren su historia y su porvenir.
Film múltiple, abierto al mundo, Amsterdam Global Village elige hablar de la ciudad no precisamente a partir de los relatos de sus nativos sino de sus inmigrantes: un boliviano, un checheno, un marroquí... Así, la película viaja �Van der Keuken es, como su antecesor Joris Ivens, un gran viajero� de Amsterdam a los países de origen de sus personajes, para volver luego a su punto de partida y reencontrarse con toda la dinámica de su aldea global, que paradójicamente se resiste a ser globalizada.
Si hay algo deslumbrante en el film de Van de Keuken es el fluir de este río tranquilo, el movimiento hipnótico que va produciendo hasta que el espectador se siente instalado dentro de ese curso capaz de llevarlo a historias y lugares insospechados. Ese movimiento es, como lo aclaró el propio Van der Keuken, centrífugo: toma a la ciudad como centro y a partir de allí se lanza hacia afuera, en busca de las raíces, las esperanzas y los conflictos que cada uno de esos inmigrantes trae de su tierra. Hay allí, en apariencia, una dispersión y, sin embargo, el film logra contener a todos sus personajes y a todos sus paisajes en una visión común, en un abrazo fraterno de Van der Keuken a sus conciudadanos del mundo.
Esa calidez del film, que es capaz de extenderse a ceremonias íntimas y a celebraciones públicas, que puede abarcar un dormitorio en penumbras o una plaza a cielo abierto, tiene su correspondencia también con el grado de libertad que se permite el realizador, asistido como siempre por su sonidista y compañera de toda la vida, Noshka van der Lely. Esa ligereza de equipaje de Van der Keuken le permite una libertad que se respira a lo largo de todo el film y que tiene quizás su leit motiv en el constante desplazamiento de la moto de Khalil, el joven mensajero marroquí, que recorre las calles de Amsterdam como si atravesara todos y cada uno de los rincones del film, enlazando sus diferentes historias con una fluidez que es imposible no asociar con el agua de los infinitos canales que surcan la ciudad.
Los ladrones según Woody
La edición 2000 del Festival de Venecia se engalanó ayer con el estreno del nuevo film de Woody Allen, Small time crooks, que causó una expectativa impresionante y un verdadero rosario de opiniones encontradas. �Promete mucho en el comienzo y da poco en el final�, afirmó el crítico español Angel Fernandes Santos, del diario español El País. La prensa italiana, en cambio, aplaudió el film como una muestra más de la genialidad del cineasta estadounidense. �Es Allen en su mayor nivel�, sostuvo un enviado al festival de un diario parisino. �La divertida comedia, que arranca de una idea deslumbrante, se apaga a mitad del metraje, lo que no impide que algunas chispas de gracia y humor salten de cuando en cuando de la pantalla�, escribió el español. La idea de Small time crooks es un hallazgo argumental, coincidieron todos. Una pandilla de ladrones de poca monta, cuyo jefe interpreta Allen �esta vez fuera de su personaje habitual, sombra de sí mismo�, alquila un negocio colindante con un banco para desde allí cavar un túnel y asaltarlo. El robo les sale mal, pero, en cambio, la confitería que han puesto en marcha les funciona tan bien que se hacen velozmente millonarios y de rebote dueños del banco. Junto al nuevo opus de Allen se vio ayer en La Mostra veneciana una arriesgada tragedia made in Colombia pero dirigida por el francés Barbet Schroeder. La Virgen de los Sicarios, basada en la novela de Fernando Vallejo, es un film lírico y documental, que parece internarse con los ojos muy abiertos sobre la arquitectura de Medellín, o Medallo o Metrallo, como llaman a la ciudad los niños y adolescentes que se mueven y se mueren en los laberintos de sus míseras y dolorosas colinas, en busca de esquinas donde ejercer su oficio de portadores de mal sexo y mala muerte. |
�EL MAR DE LUCAS�, EL DEBUT DE VICTOR LAPLACE
Una multitud buscando �salvarse�
Por L. M.
Como podía esperarse de un actor que se anima a dar su primer paso en la dirección, El mar de Lucas, de Víctor Laplace, ganadora del premio a la mejor ópera prima del Festival de Mar del Plata 1999, es una película que intenta sostenerse básicamente a través de la pintura de sus personajes. Que no son pocos. Está el protagonista, Juan (el mismo Laplace), un porteño tarambana, que a pesar de haber cumplido 50 años todavía se comporta como un adolescente. Está su hijo y su familia (Pablo Rago, Virginia Innocenti, el niño Lautaro Penella), a quienes Juan prácticamente desconocía y que, de pronto, como salidos de un pasado oscuro, le piden ayuda. Y están también por allí la ex mujer de Juan (Ana María Picchio), su nuevo marido (Rodolfo Ranni) y los habitantes del pueblo, que se convierte en el escenario principal del film y al que Ulises Dumont, Betiana Blum y las fugaces apariciones de Tincho Zabala, Marcos Zucker y Antonio Carrizo le dan algo de color local.
Se diría que Laplace, un poco a la manera del viejo cine argentino, descansa en la capacidad de cada uno de sus actores para que le regalen su oficio y aporten a la película una viñeta, un matiz, un apunte (generalmente previsibles, en la medida que no se espera de ellos otra cosa) que le permita ir avanzando en la trama, dividida en dos vertientes. Por un lado, está la recuperación de los afectos, la dificultad que tienen Juan y su hijo en reconocer su vínculo, en establecer una auténtica relación, que ya daban por perdida. Por otro, está �llámese así� la �utopía� de la película, aquello que finalmente encolumna a la familia detrás de un objetivo común y que no es otra cosa que un mero negocio inmobiliario, unas tierras a las que el muchacho quiere convertir (no se sabe bien cómo) en un ambicioso resort turístico y que también son codiciadas por los políticos del pueblo. Todos, unos y otros, sueñan con �salvarse�, la fantasía menemista por excelencia, que El mar de Lucas, quizás inconscientemente, también hace suya.
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