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Una propuesta para encarar la crisis
El Senado, el poder y el �Titanic�

El titular del Inadi se suma a la polémica sobre qué salida adoptar ante el escándalo. Considera que la crisis surge de �la idea de que no hay mejor político que el que no cede una pizca de poder� y plantea una vía de resolución deducida de la Constitución.


opinion
Por Eugenio R. Zaffaroni *

t.gif (862 bytes) América latina parece tener una historia un tanto descendente en cuanto a grandeza. Los libertadores fueron celebrados por sus renunciamientos, pero desde las luchas facciosas del siglo XIX comenzaron las pequeñeces, con picos de grandeza en medio de una tendencia general descendente, y todo porque se instaló la idea de que el mejor político es el que nunca cede una pizca de poder.
La crisis política que hoy aqueja al Senado y, por consecuencia, a todo el sistema, no obedece a otra cosa. En 1994, nadie dudaba de que un mandato de senador por nueve años era irracional. Al término del mandato, la Legislatura que lo había nombrado no existía desde hacía cinco años y la elección indirecta no tenía sentido. Todos convenían que era una pieza de museo, que debía abreviarse el mandato y librarlo a la elección directa por el pueblo de cada provincia.
Pero el Senado arrastra su estructura decimonónica hasta el presente, porque en Santa Fe presionaron los senadores cuyo mandato se extendía hasta el año 2001, negándose a abreviarlo un solo día. Hoy son una pequeña parte del Senado en crisis, pero su negativa determinó un Senado en agonía, con todos los males de la escasa gloria de esos períodos institucionales finales.
Para colmo, la Constitución estableció en cláusula transitoria un sistema de renovación complicadísimo, que el propio Senado interpretó arbitrariamente y que, pasando por sobre algunas legislaturas provinciales, llegó al extremo de integrarse por cooptación, es decir, de nombrar sus propios senadores, que es el procedimiento corporativo por excelencia.
Como si eso fuera poco, el juez que debe investigar la posible comisión de cohechos por parte de senadores se halla acusado ante el Consejo de la Magistratura, integrado por senadores. El juez es juez de senadores, pero los senadores son jueces del juez.
Y eso también se debe al mismo principio que manda que el buen político tenga todo el poder que pueda aunque se derrumbe el mundo. En todos los tonos se explicó que nadie puede integrar simultáneamente dos poderes ni desempeñar dos funciones que exigen completa dedicación. Se insistió en que debía jerarquizarse el Consejo con juristas partidarios, pero no transferir al Consejo las prácticas de negociación parlamentaria, lo que sólo se hace en algunos fantoches credos con el nombre de Consejos en países periféricos. Todo fue inútil, porque quisieron sentarse en el Consejo los propios legisladores, de modo claramente corporativo.
Ahora, el punto a que puede llegar la crisis senatorial no es previsible, pero de su magnitud debe depender la posible solución. Si el Senado consigue seguir sesionando y sancionando leyes con cierto grado de legitimidad, podrá arrastrarse durante un año más y extinguirse piadosamente en esta composición. Pero si no lo consigue y el proceso legislativo se interrumpe o las leyes que sancione quedan afectadas de serias dudas de constitucionalidad, la situación se complica.
En semejante eventualidad el Presidente debería legislar por decretos leyes (discretamente llamados �de necesidad y urgencia�), que es una facultad constitucional extraordinaria que, en modo alguno, puede ordinarizarse.
El intérprete de la Constitución tiene que partir de la base de que la Constitución no se suicida: frente a cualquier crisis debe extraerse la solución de la propia Constitución. La Constitución no prevé en su letra expresa qué pasa si una bomba nuclear hace estallar el Congreso, pero sin duda la solución debe deducirse de su texto.
En éste no hay normas superiores o inferiores; todas tienen la misma jerarquía, pero hay principios que orientan para la solución de lo que no prevé expresamente y, en este sentido, no puede dudarse que el principio republicano y la soberanía popular son rectores.
Si entre dos males es menester elegir, en caso de que el Senado no pudiese funcionar válidamente, es claro que la elección no puede inclinarse para que el Ejecutivo ejerza el Legislativo, lo que sería contrario al principio republicano. Tampoco parece tener mucho sentido hacer dos elecciones en un año o nombrar indirectamente un Senado débil para que ejerza su mandato durante un año.
En la eventualidad de que dejase de funcionar el cuerpo que aún integran los pocos senadores que en 1994 no quisieron ceder su mandato indirecto a favor de la elección popular directa, habrá dejado de existir la causa por la que se prolongó esta composición artificiosa hasta el 2001. En tal caso, la solución la proporcionaría el principio democrático rector. En cualquier emergencia en que se deba elegir entre dos males, porque se trabe el funcionamiento institucional, la Constitución manda que se destrabe con el menor costo para el principio republicano y con el mayor respeto del principio democrático.
Cabe confiar en que la crisis pueda detenerse antes y no sea necesario llegar a esta solución, pero, de cualquier modo, sería una buena señal de racionalidad rectificadora de errores previos, que la clase política comenzase por no tomar la crisis como pretexto para proponer la salida que más convenga a sus intereses coyunturales. La apelación al principio democrático sólo puede decidirla la magnitud de la crisis misma y no la especulación sobre cuándo le conviene a cada uno que se hagan las elecciones senatoriales.
En segundo lugar, sería otra buena señal para la sociedad que, de inmediato, el propio Congreso enmendase la Ley del Consejo de la Magistratura, reemplazando a los legisladores por representantes nombrados por las cámaras, como en los Consejos europeos que sirven de modelo mundial.
Además, previendo escándalos que ya están en marcha, también sería sano pensar que, si la reelección indefinida del Presidente es inconstitucional, no es sólo porque la prohíbe la Constitución, sino también que la Constitución la prohíbe porque no es republicana, y esto debe valer también para los gobernadores de las provincias. ¿Son constitucionales las constituciones provinciales que extienden la posibilidad de reelección más allá de lo previsto para el Ejecutivo en la Constitución Nacional? Parece que no, pero en lo político ni se lo menciona, como si la República pudiese admitir entes federados no republicanos.
Aunque sería infinitamente mejor evitar estos tropiezos, no dejan de ser lecciones. Cuando por mezquindad se vician las estructuras institucionales, éstas funcionan como máquinas defectuosas y sus posteriores crisis sólo son las consecuencias lógicas del desequilibrio de poder que generan. Ceder un poco de poder coyuntural en los momentos en que deben estructurarse las instituciones, lejos de constituir una torpeza política, es una muestra de elemental inteligencia que evita que todos acabemos disputando el camarote más cómodo del �Titanic�.

* Convencional constituyente (M.C.), Santa Fe, 1994. Convencional constituyente (M.C.) 1997 Ciudad de Buenos Aires.

 

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