Por
Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Un festival como el de Toronto, con más de trescientos films
en su programación, invita a crear infinidad de recorridos, a descubrir
de pronto, como una revelación, de qué manera films tan
distintos entre sí son capaces de hablar, cada uno de acuerdo con
su propia visión del mundo, de los mismos temas, de compartir las
mismas preocupaciones. Puede ser el caso de Kippur, gran film de guerra
del realizador israelí Amos Gitaï; de Pizarrones, segundo
largo de Samira Majmalbaf, que viene a confirmar el inmenso talento de
la realizadora de La manzana, y de Infidelidad, una nueva incursión
como directora de Liv Ullmann, a partir de un guión escrito especialmente
para ella por su padre tutelar, el maestro sueco Ingmar Bergman.
En una primera instancia, aparentemente nada une a estos films tan disímiles
y, sin embargo, los tres comparten un mismo espacio ficcional: un campo
de batalla. El de Kippur es explícito, está ahí bien
a la vista y es el de la guerra de Yom Kippur, cuando en octubre de 1973
se enfrentaron en las alturas del Golán los ejércitos de
Egipto y de Siria con el de Israel. El director Amos Gitaï (de quien
en Buenos Aires se acaba de ver, en la Semana del Cine Israelí,
su notable film anterior, Kadosh) tenía entonces 23 años
y vivió la experiencia en carne propia. Un cuarto de siglo después
la pudo poner en imágenes, sin exaltaciones ni condescendencias,
como una catarsis. Su protagonista se llama Weintraub, pero no es otro
que el propio Gitaï, visto a través de esa máquina
del tiempo que es el cine. Una mañana como cualquier otra, cuando
el sol comienza a iluminar las calles de Haifa, se escucha la sirena de
alarma. Weintraub sabe que debe reunirse con su unidad y, junto a un amigo,
empiezan a viajar por su cuenta hacia el frente. Cierto ingenuo entusiasmo
inicial, no exento de patriotismo (un comandante les dice: Ya van
a ver, en dos días estamos en Damasco), empieza a ceder cuando
lo único que ven a su alrededor es desconcierto y confusión.
Asignado a un equipo médico de rescate, trepado a un helicóptero,
Weintraub ve primero la guerra desde el aire, pero sabrá de qué
se trata realmente cuando baje a tierra y deba arrastrarse entre las trincheras
y el barro, cargando sobre su espalda con muchachos como él, más
muertos que vivos.
Si hay una película a la que inmediatamente recuerda Kippur, antes
que a cualquier otra, es a The Big Red One (1980), de Samuel Fuller, donde
el legendario director estadounidense daba cuenta de su experiencia personal
en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, Kippur está dedicada a
Fuller, que se convirtió en el padrino de la película. Cada
vez que esté en duda, recurra a sus recuerdos más personales,
le dijo a Gitaï. Y mis recuerdos tienen que ver con el caos,
contó el director israelí aquí en Toronto. Pero
dirigir una película es ordenar un mundo. ¿Cómo,
entonces, dirigir el caos? Esa era la contradicción que debía
resolver. De hecho, lo hizo de manera notable, evitando toda glorificación
patriótico/militar, de forma que en sus propias palabras
si un sirio o un egipcio ve la película también pueda
identificarse con todo lo que ve en la pantalla.
La directora iraní Samira Majmalbaf (21 años recién
cumplidos) no pudo venir a Toronto, porque integraba el jurado oficial
de la Mostra de Venecia que concluyó anteayer, pero su película
Pizarrones habló magníficamente por ella. A diferencia de
La manzana, que partía de una realidad muy precisa, aquí
todo adquiere un carácter más abstracto, a pesar de que,
como suele ocurrir en el cine iraní, sus únicos elementos
son el paisaje y sus habitantes. Un grupo de maestros atraviesa las montañas
cercanas a la frontera entre Irán e Irak con una sola pieza de
equipaje, un enorme pizarrón a sus espaldas. Es una zona de peligro
y, cuando un helicóptero los obliga a dispersarse, la película
sigue a dos de ellos: uno encuentra un grupo de niños dedicados
al contrabando y otro una caravana de ancianos de la minoría kurda,
que intenta llegar a Irak. Cada tanto se escuchan disparos y la amenaza
está siempre presente, al punto que esos pizarrones del título
tendrán múltiples usos. Servirán de improvisado refugio
antiaéreo, de improbable escudo ante las balas, de camilla para
los enfermos, pero también allí donde no hay nada
salvo polvo y piedras, de techo, de pared, de puerta y hasta de
altar donde consagrar una boda. Se diría que la maestría
del film está en su rara potencia metafórica, capaz de extraer
de los elementos más concretos de la realidad una poesía
tan seca y austera como el paisaje que la inspira.
El campo de batalla de Infidelidad, la nueva película de Liv Ullmann
como directora, es en cambio un paisaje interior, el de los sentimientos,
con consecuencias también devastadoras. Ni un fracaso artístico,
ni la bancarrota económica... nada deja una herida más profunda
que una separación, reza la cita de Botho Strauss con que
comienza este guión que el maestro Bergman le regaló a una
de sus actrices favoritas y que ella supo dirigir a su altura. Como en
Kippur, aquí también se nota el peso de experiencias muy
personales y de referencias cinematográficas, que en este caso
van de Vergüenza y Pasión a Escenas de la vida conyugal, tres
de los muchos films que compartieron Bergman y Ullmann. La unidad dramática
vuelve a ser el rostro y lo que llama la atención del film es su
rigor, su despojamiento, la intransigencia con que la directora enfrenta
la figura del vulgar triángulo amoroso. En apariencia, nada más
lejos del cine de Fuller que Infidelidad y, sin embargo, ante estos tres
films es difícil no acordarse de esa frase que pronunciaba el viejo
Sam en Pierrot le fou, de Godard: Una película es como un
campo de batalla: pasión, violencia, en una palabra, emoción.
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