Por Luciano Monteagudo
Muy de tanto en tanto aparece una obra como La humanidad, uno de esos films capaces de abrir nuevos caminos y, al mismo tiempo, de clausurarlos, porque no pueden ser transitados por nadie más que no sea su propio autor. Hay algo ciertamente extremo en la manera de concebir el cine de Bruno Dumont, quien ya con La Vie de Jésus (1997), su primer largometraje, había demostrado una singularidad que ahora La humanidad viene a confirmar, de una manera radical.
Lo primero que se advierte en el film es su resistencia a cualquier tipo de reducción o simplificación. Se podría decir algo de su argumento �mínimo, por cierto�, pero es claro que a Dumont no le interesa ser un narrador, no se preocupa por aquello que suele llamarse �la trama�. Hay, es verdad, cierta intriga policial (en un pequeño pueblo de provincia una niña ha sido violada y asesinada) y también una tensión sentimental y hasta erótica (el policía a cargo de la investigación vive una tácita pasión por su vecina). Pero desde el comienzo mismo del film, con sus imponentes planos generales en cinemascope, que parecen querer abrazar el mundo, queda bien claro que ésas no son las preocupaciones del film, sino en todo caso el marco del que se vale Dumont para intentar aprehender �con una ambición temeraria� aquello que proclama el título de su película.
Filmada en escenarios naturales, con actores no profesionales, La humanidad parte sin duda de la realidad, pero a diferencia de La vida soñada o Recursos humanos (por citar dos films clave del último cine francés, con los que no tiene nada en común) se propone trascender el mero realismo, empujar sus límites hasta descubrir una extraña fuerza interior: �Intentar encontrar los lazos misteriosos que cada ser tiene con la existencia�, en palabras del propio Dumont. Esta suerte de metafísica que plantea La humanidad no está, sin embargo, expuesta como una serie de ideas en boca de sus personajes que, por momentos, parecen casi mudos, como si las palabras no pudieran expresarlos. Por el contrario, el film parte siempre de una materialidad casi tangible, expone los cuerpos y las cosas de manera tal que parece posible sentir la humedad de la tierra o el sudor de los personajes, mientras se respira junto con ellos, gracias a un diseño de sonido capaz de registrar hasta el más mínimo jadeo.
Hay algo profundamente primitivo en Pharaon, en Dominó, en Joseph, las tres criaturas que Dumont pone en el centro de su película, con sus rituales cotidianos, sus sufrimientos y su sexualidad por momentos casi animal. De primitivo en el sentido de primero, de originario, como si el director quisiera encontrar en ellos aquello intrínsecamente humano que tiene cada hombre y cada mujer. En este sentido, Pharaon �el policía que parece cargar en sus espaldas con los males del mundo� puede recordar quizás a Bruno Strozeck, otra alma simple, otro primitivo, que en El enigma de Kaspar Hauser y La balada de Bruno S. le sirvió a Werner Herzog para dar su propia visión de la humanidad. O se podría pensar también, desde una perspectiva muy distinta, en los �modelos�, como llamaba Robert Bresson a sus actores no profesionales, a quienes convocaba no precisamente en busca del naturalismo, sino por el contrario, por su capacidad de trascender la ilusión de realidad y entregar una verdad interior.
El film de Dumont no sería capaz de provocar el impacto que provoca ni de dejar en la memoria una huella tan profunda si no fuera por el uso que el director hace del tiempo, un tiempo �una vez más� exasperadamente real, casi palpable. La película dura dos horas y media y se diría que no sobra un solo plano, como si el director quisiera �esculpir el tiempo�, para utilizar la expresión de Andrei Tarkovski que resume las búsquedas más significativas que ha emprendido el cine moderno. En este sentido, La humanidad parece plantearse también como una declaración de principios, como una cruzada por intentar devolverle al cine su capacidad de expresar las manifestaciones del espíritu.
Animación primaveral
Entre el jueves 21 y el domingo 24 de este mes se concretará en Buenos Aires una muestra de cine y video de animación para jóvenes y adultos, denominada �Primavera animada�. Dos salas de los Hoyts General Cinema del Abasto (Corrientes 3200), la sala AB del Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551), el centro cultural Plaza Defensa y el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Av. San Juan 350) son los espacios en que se proyectarán las producciones animadas, originales, en su mayor parte, de la Argentina, Estados Unidos, Canadá y Japón. Muestra 1 Panorama Argentino Actual (Sala Muiño, 21/9), South Park, la película (Hoyts, 22/9), The Wall (Hoyts, 22/9), Jim y el durazno gigante (Hoyts, 22/9), Aristogatos (Hoyts, 23/9), Mary Poppins (Hoyts 24/9), y Mafalda (Mamba, 24/9) son algunas de las obras que se verán en el marco del ciclo, que será anunciado hoy formalmente por la Secretaría de Cultura porteña, a partir de las 19 en el centro cultural de la Plaza Defensa (Defensa 535). Las entradas serán gratuitas para las funciones en Centro Cultural San Martín, en Plaza Defensa y en el Museo de Arte Moderno. Para las funciones en los cines Hoyts del Abasto, el boleto costará 3,50 pesos. |
�PUNTO DE PARTIDA�, UN DOCUMENTAL DE ROBERT KRAMER SOBRE VIETNAM
Las últimas noticias de aquella guerra
Por H. B.
�Nos montábamos allá, con nuestras ametralladoras�, dice el hombre, señalando hacia las alturas de un puente. �Teníamos que disparar sobre los B-52 antes de que ellos descargaran sus bombas. Obviamente, en ese momento sentíamos miedo.� Cuando abre sus manos para abarcar el imaginario ángulo de fuego, puede verse que al hombre le faltan varios dedos. �Yo pensaba que también los pilotos debían sentir miedo, en el momento en que caían sobre nosotros y nos veían apuntarles directamente a la cara.� En ese breve instante de Punto de partida se concentran varias de las virtudes de este notable documental de Robert Kramer, filmado en Vietnam a comienzos de los �90, que ocupa, desde hoy y por siete días, la sala 2 del cine Cosmos, en el ciclo �Grandes maestros del documental�. Entre esas virtudes está evocar el frente de guerra a través de varios de sus protagonistas, sin cargar jamás las tintas dramáticas. Dar cuenta del rastro visible de las pérdidas sin el menor subrayado o chantaje emocional. No dejar afuera ninguna experiencia, aunque involucre el punto de vista del enemigo. Estadounidense expatriado, radicado en Francia y uno de los grandes innovadores del género, Kramer estuvo por primera vez en Vietnam a fines de los �60. En plena guerra, este neoyorquino nacido en 1939 cometió la osadía de filmar la guerra desde el otro lado, dándoles voz a quienes combatían a su país.
El resultado de aquella experiencia se llamó People�s War (La guerra del pueblo), documental que desde el título desnudaba una toma de posición. Continuidad lógica, para Kramer, de una militancia asumida en el terreno, al calor de las movilizaciones y protestas callejeras. �Hubo una vez una guerra, hace casi un cuarto de siglo�, dice Kramer desde el off de Punto..., como quien da cuenta, cáusticamente, del larvado trabajo de la desmemoria. Mientras, registra, en las calles de lo que alguna vez fue Hanoi, los signos del presente y los rastros del pasado, si es que quedan. Así, su cámara hace foco sobre el congestionado tránsito de bicicletas, los indicios de una acelerada modernización, los proyectos de desarrollo urbano, el rumbo hacia la economía de mercado. Pero también se desliza sobre el mural que muestra a un combatiente, visita el museo de guerra donde se exhiben los atuendos de Ho Chi Minh, recorre los agujeros de bala en un edificio público.
En esa deriva de imágenes, Kramer toma testimonio a quienes conoció en su visita anterior. Un traductor literario confiesa su admiración por Don Quijote y Los diez días que conmovieron al mundo. Su guía ensaya un discurso demasiado oficial. Su ex cameraman recupera la vieja cámara, arrumbada en medio del polvo. Un grupo de cineastas se plantean qué clase de cine hacer en Vietnam hoy. Fragmentos discontinuos, partes de un todo sin aspiraciones de totalidad. Dueño de una ética a toda prueba, el realizador filma lo que su ojo ve, sin pretender imponer una imposible visión de conjunto. Kramer, que domina el contrapunto, abre un quiebre mayor en el relato al contraponer esas imágenes con la de Linda Evans, ex militante que purga 40 años de cárcel en California, el contraste más dramático del film.
Es siempre un ojo el que ve esos fragmentos, el que los compagina, los liga con asombrosa fluidez. El ojo del realizador, que, yendo en contra de toda pretensión �objetivista�, no deja deincluirse a sí mismo. Un entrevistado puede dirigirse a él, y el mismo Kramer acompaña, desde el off, la melancolía de las imágenes con breves soliloquios, profundamente introspectivos. El movimiento más audaz de esta subjetividad es una escena en la que el cineasta se deja arrastrar al fondo de su memoria. �Yo recuerdo�, se oye en off. El relato se corta, Vietnam se esfuma, y aparecen imágenes de un parto en celuloide casero. Es el nacimiento de la hija del cineasta, evocada por pura asociación libre. Un documentalista es una persona que filma a los otros, al mundo, pero también recuerda, parecen decir esas imágenes. Que volverán a disolverse enseguida, una vez más, en el flujo del mundo.
El ejército de putas del capitán Pantaleón Pantoja
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�¡Es un hembrón!�, dice uno
de los personajes refiriéndose a Olga, encarnada por Angie Cepeda.
El film de Francisco Lombardi sólo yerra el rumbo cuando intenta imprimir un tono más �serio�. |
Por Horacio Bernades
La premisa de Pantaleón y las visitadoras, que Mario Vargas Llosa escribió a comienzos de los 70, es una de ésas por las cuales cualquier guionista daría gustoso una libra de su carne. El hambre de hembra de los miembros de un destacamento selvático los está llevando a violar a media población femenina de la zona, con el consiguiente desprestigio para la institución. La superioridad decide entonces una misión secreta: reclutar un ejército de putas (�visitadoras�, según la eufemística jerga cuartelera), llevarlas hasta allá y calmar a la soldadesca. El encargado será el capitán Pantaleón Pantoja, pudibundo hasta límites risibles. El contraste entre la rigidez militar y el desparpajo de las chicas asegura la sátira mordaz y, encima, la posibilidad de reírse con ganas de la hipocresía y doble moral de los uniformados. Eso, hasta que, en el último tercio, una abrupta tragedia vuelca las cosas hacia un registro melodramático que suena tan forzado como apresurado.
Es la segunda vez que Francisco Lombardi, sin duda uno de los realizadores latinoamericanos de más seguro oficio, adapta a Vargas Llosa. El realizador, que cuenta con una decena de films en su haber (la magnífica La boca del lobo, de 1988, sigue siendo, por lejos, la mejor), había filmado ya, a mediados de los 80, La ciudad y los perros. Aquí, y hasta aquel traspié del final, Lombardi hace funcionar un relato que, se diría, basta con transcribir literalmente para que camine. Se diría, si no fuera porque el propio �Varguitas� demostró, allá por 1975, que no era tan fácil, cuando cometió el error de dirigir su propia versión cinematográfica. Allí, Pantaleón había sido José Sacristán, y una semiderruida Katy Jurado, la inquietante prostituta que debería enloquecerlo. Ahora, las cosas están más en su lugar.
La probada solidez narrativa de Lombardi suele manifestarse en muy buenas elecciones de casting y una segura dirección de actores. Pantaleón no es en absoluto la excepción, desde el primero hasta el último nombre del elenco. El excelente Salvador del Solar entrega un perfecto arquetipo de militar-burócrata, tan detallista y obsesivo como para llevar estadísticas de cantidad de polvos semanales, trazar gráficos, incrementar rendimientos y formar militarmente a sus pupilas, asumiendo su función con ridículo eficientismo patriótico. En cuanto a la colombiana Angie Cepeda, alguien exclama, en algún momento: �¡Es un hembrón!�. No debe haber un solo espectador sobre la Tierra que pueda discutirlo. Pero también es cierto que Lombardi sabe extraer de ella una Olga rodeada de un halo oscuro, misterioso y trágico, dándole un susurro y un mirar ladeado que parecen calcados de la Lauren Bacall de El sueño eterno. Además, está notable la española Pilar Bardem como la madama, y lo mismo puede decirse de cada uno de los militares y �visitadoras�, así como del repulsivo periodista corrupto. Al que, como Pedro Navaja, le brilla el diente de oro.
Pero Lombardi parece conformarse con la simple eficacia, tal vez excesivamente confiado en que bastaba con sólo echar a rodar la historiapara que ésta funcione. En los momentos en que se impone una mayor audacia visual (la secuencia en que se repasa la historia del capitán Pantoja mediante una sucesión de fotografías, alguna otra en la que se transcriben los reportes que envía a sus superiores, el contraste entre el ambiente selvático y la colorida tripulación que carga la barcaza), Lombardi luce entre demasiado contenido y francamente indeciso. Cuando se decide, en el último tercio de película, por darle al cuento un giro �serio�, pierde la línea y deja que la historia se desbarranque hacia el brusco martirologio y la declamación lisa y llana, embarrando la soltura lograda hasta entonces.
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