Por Martín Pérez
Un hombre se baja los pantalones y se agacha en el patio de su vecino con intenciones defecatorias, y acto seguido se ve cómo el chorro de un helado de máquina cae en un cucurucho. Una nena insulta sin inhibiciones a un policía, y un par de escenas más tarde recibe su merecido, siendo sumergida un par de veces en una fuente de una plaza pública. Un trío de negros malhablados, tatuados y obesos resultan ser, también, hijos cariñosos y brillantes estudiantes secundarios.
Así es como funcionan las cosas para los hermanos Farrelly. El suyo es un mundo en el cual todas las barreras �la del mal gusto, lo políticamente correcto o los estereotipos raciales� son cruzadas con luz roja de manera entusiasta. Su rebeldía y su desparpajo ante el orden establecido es el germen de un humor que incluso llega a ir más allá de la carcajada, cargando incluso contra el disfrute de sus películas. Algo que sucede en Irene y yo... y mi otro yo, la tan esperada comedia que los reunió con Jim Carrey, el otro exponente de la comedia más extrema del cine estadounidense actual, y que termina siendo puro prólogo a la hora de contar los vericuetos de su historia, a un ritmo que por momentos parece muy pero muy ralentado, ideal como para que la puedan seguir los émulos de Cheech y Chong (y que da tiempo para disfrutar de una banda de sonido llena de covers de Steely Dan).
Comenzando por un racconto que lleva la historia 18 años antes de los Irene y yo (y el otro yo) del título, la historia que cuenta el nuevo film de los Farrelly es la de Charlie, un honesto y pacífico policía motorizado de la mejor fuerza policial del mundo: la de Rhode Island. Humillado por todos sus vecinos durante años por no demostrar reacción alguna primero al engaño y luego al abandono de su mujer �que lo deja por un conductor de limusinas negro, enano y con un doctorado, y con tres hijos de color a los que criar�, Charlie desarrolla durante años una segunda personalidad que aparecerá justo cuando comienza el film de los Farrelly. Que es cuando una tal Irene (la encantadora Renee Zellwegger) es arrestada en Rhode Island y deberá ser escoltada de regreso hacia el estado de Nueva York. ¿Por quién? Por el medicado Charlie, que �cuando el nudo de un complot contra su prisionera se desanude ante sus ojos� olvidará sus pastillas en la huida y terminará convirtiéndose cada tanto en Hank, un desagradable fanfarrón con voz marca Harry, el sucio.
Semejante intríngulis, lejos de hundirse en su confusión, se desarrollará al ritmo de todos los gags que los Farrelly pondrán en el camino hacia la felicidad de Irene, Charlie y Hank. Deconstruyendo con dedicación el previsible pathos humorístico pseudoingenioso que abrazan todas las comedias del Hollywood actual, y al mismo tiempo dedicándose a ultrajar el dudoso y aburrido buen gusto de la industria para la que trabajan, los Farrelly llegan a acompañar el devenir de sus protagonistas con la aparición de un albino ultrajado que resulta ser psicópata, y un enorme consolador con el que Carrey llegará a conversar (entre otras cosas). Deformando su humor al punto de llevarlo al nivel de los dibujos animados de Tex Avery �o los de John Kricfalusi, autor de Ren & Stimpy�, el resultado final de Irene... termina siendo menor que la suma de sus partes. Excesiva pero larga, agresiva pero lenta, la reunión de Carrey y los Farrelly está lejos de ser perfecta. Es más, por momentos aburre. Pero, en otros, llama al festejo por las aparición de curiosas maravillas humorísticas (como la coreografía de un desagote de vejiga mañanero) que de otra manera nunca verían la luz del sol. Porque los Farrelly filman a lo Arlt, sitiando a la realidad con la prepotencia de su sentido del humor, y haciendo bufar a los eunucos.
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