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el Kiosco de Página/12

THORPEMENTE
Por Juan Sasturain

No suele hacer ese tipo de comentarios (en general nunca dice nada), pero ayer lo hizo. Es que la figura del pibe australiano enfundado de negro y antiparras entraba y salía de pantalla a cada rato, subía y bajaba de los podios sin tiempo para secarse, se ponía las medallas como quien se cambia de corbata. Era inevitable motivo de comentario, como un eclipse o algo así. Entonces el tipo, de frente al televisor, de perfil a la platea berreta de ese recreo del Tigre, en las antípodas del mundo, en otro día y otra hora y otro mundo de Sydney no pudo evitarlo y lo dijo:
–Ese pibe... –y el Bagre se aclaró la garganta–. A ese pibe, ahora que lo veo bien; a ese pibe yo le enseñé a nadar.
Y durante medio minuto –una pileta olímpica de crol, digamos– nadie dijo nada mientras Ian Thorpe se deslizaba como la mejor lancha del Expreso Cacciola rumbo a Carmelo una mañana lustrosa, ganaba medallas como quien pasea por agua.
–Contá, Bagre –dijo uno del fondo–. Yo ya le había notado algo en el estilo que...
Y recién ahí hubo risas. Pero no tantas. Porque el Bagre no suele decir pavadas. Y siempre cuenta que alguna vez estuvo en Australia, o por ahí.
El Bagre Simino, según las pésimas lenguas, no se ahoga no sólo porque nada como nadie sino también porque el agua lo rechaza. Es una cuestión de incompatibilidad de caracteres, dice sin pestañear. El impávido Bagre –cincuenta y pico de años muy sumergidos, curtido huevo duro– ha establecido taxativamente tres funciones admisibles para el líquido elemento: la lluvia, con las secuelas del regado y refrescado general, poesía lírica incluida; el mate –la pava tiznada y la curtida calabaza son testigos consuetudinarios–; y el sustento natatorio: sin agua no se podría nadar y el Bagre es casi un anfibio.
Si se calculan la cantidad de horas, días o meses que ha pasado sumergido desde los diez años, Adolfo Simino no necesita ningún tipo de explicación –ni siquiera afilarse los largos y raleados bigotes– para justificar su añejo apodo. Es Bagre con la misma naturalidad con que abre cada mañana la casilla de los botes en el club del Tigre que ya lo tiene inventariado hace una década; es Bagre pero no te prueba el agua. La rutina feroz de la ginebra en ayunas es garantía –dice– contra resfríos y pestes del Delta; sólo el vino garantiza –dice– el tránsito fluido boca abajo de los asados rituales de fin de semana: “Agua no, gracias. Recién nadé...” dice el Bagre. Qué animal.

Y más ahora, en esta protoprimavera mentirosa y llena de desbordes que a cada rato le lamen los tobillos. Las tardes se hacen largas cuando se juntan en el bar del recreo a ver cualquier basura por la tele durante fines de semana en que ni siquiera los más garcas del club salen a navegar y todo es mirar el río y acordarse.
Y el Bagre tiene de qué. Sobre todo de la época en que no era Bagre todavía sino uno de los tantos dispersos por el mundo, por el asco y por los milicos. Por eso, cuando tiró ese comentario sobre el australiano, más allá de algunas toses, nadie se burló.
–Yo nunca emigré. Lo mío fue deriva –suele puntualizar como abriendo un saludable paraguas y lo hizo ayer una vez más–. Nunca me las di de exiliado: si a mí no me importaba un carajo nada. Cuando me fui a Australia no fue por la política sino por la mina, que ella sí que estaba jodida. Yo era un pendejo en esa época, me culiaba todo, no me importaba nada. Era instructor de natación en Ateneo de la Juventud y me bajaba todas las minitas. Ella, Acosta se llamaba (es increíble, pero me acuerdo el apellido por el reloj de la puerta donde fichábamos cada día), laburaba en administración, primer piso. Estaba muy fuerte. Militaba, pero estaba casada con un cristianuchi que cuando empezó la joda le pidió que largara. Pero ella no quiso. Entonces se separó y terminó en mi casa; fue porque confiaba, como yo le decía todo que sí... Y no me la culiaba: era de amistad nomás. Después sí. No sólo me la culiaba sino que me enamoré. Y me fui con ella, detrás de ella. En el ‘79 terminamos en Australia. Yo era como un sidecar, la mina me arrastraba. Al principio, allá, todo bien; pero después Acosta se encajetó con no sé qué movimiento de los aborígenes –que está lleno en esos lugares– y de la protección del ornitorrinco y la fauna y toda esa milonga y se piantó. Y cuando me quedé en bolas y en Australia qué iba a hacer. Volví al agua. Era el único lugar donde me sentía cómodo. Y me quedé cuatro años boludeando allá. No sé para qué carajo habré vuelto... Alfonso, compadre...
Cuando el Bagre llegó a esa altura del relato, toda la población del bar del recreo estaba pendiente de él. Sus viejas aventuras australianas importaban más que los penosos resultados de oscuros atletas argentinos sin chance ni fe.
–Me conseguí un laburo en una escuela de natación; una cosa modernosa, de eso que ahora se usa, de meter a los pibes recién nacidos en el agua para que naden, para que le pierdan o no le agarren nunca cagazo al agua.. Bueno, uno de esos pibes...
–Bagre, no digas que vos... –se cruzó un escéptico.
–El apellido, viejo: yo tengo mucha memoria para los apellidos y ese “Thorpe” no me lo olvido más. Ellos no dicen “torpe” como nosotros sino “Zorp” o algo así... Y había una pareja que trajo al pendejito, me acuerdo. Había que ir a buscarlo todas las sesiones a la mitad de la pileta porque picaba y no había cómo agarrarlo. Lo sacabas del agua y lloraba. Y fue en el último año, porque en el ‘83 gana Alfonsín y mi hermano me dice que me vuelva y qué boludo que fui... Era este pibe, tiene que ser.
Y las escépticas cabezas se volvieron naturalmente a la pantalla donde una vez más estaba el joven nadador australiano junto a la pileta que acababa de abandonar, rutinariamente ganador. Y miraba a la cámara, levantaba la mano y saludaba urbi et orbi, un Papita pasado por agua.
Y entonces, torpe, levemente, el Bagre Simino, sentado en el otro lado del mundo movió los dedos junto a la ceja y le tiró un saludito corto y triste como el de Gardel en el avión.


REP

 

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