A principios de febrero, la Policía Bonaerense detuvo a un
paraguayo, acusándolo de un robo común. Era rutina, algo
menor, hasta que el 26 de febrero de 2000, finalmente llegó a los
lentos canales burocráticos de la provincia de Buenos Aires un
pedido de captura de Interpol del ciudadano paraguayo Luis Rojas. El preso
común se transformó ese día en candidato a magnicida:
se lo acusaba de ser uno de los asesinos que el 23 de marzo de 1999 acribilló
la camioneta del vicepresidente del Paraguay, Félix Argaña,
matándolo y desatando una violenta crisis política. Rojas
fue trasladado de inmediato al Departamento Central de la Policía
Federal, en la Capital, de donde se fugó ayer.
El paraguayo había organizado una banda de ladrones compatriotas
y quedó detenido en la comisaría de González Catán
por el detalle de que estaba armado con una poderosa pistola israelí
Jericho, de 9 milímetros. Al robo, se le sumó el cargo de
tenencia de armas de guerra. Según Rojas, todo era una confusión:
él se ganaba la vida como remisero, llevaba la pistola como medida
de autodefensa y tuvo la mala suerte de pasar con su auto, un Gacel, justo
en el momento en que una banda asaltaba la remisería.
Como despertándose de un sopor, la Federal capturó dos días
después a otros de los buscados por Interpol, Fidencio Vega Barrios.
Según el ministro del Interior, Federico Storani, el arresto era
producto de un seguimiento de inteligencia de la fuerza. Vega Barrios,
al contrario de su socio Rojas, que entró al país y circulaba
con documentos a su nombre, usaba un juego de documentación falso
a nombre de Alfredo Ortegozo Rozas cuando fue detenido cerca de la estación
de trenes de Gregorio de Laferrère. El segundo detenido también
fue llevado a la central de los federales, en pleno centro de la Capital.
El juez federal de Morón, Daniel Criscuolo, quedó a cargo
de la causa contra los paraguayos, en cuestión de días se
transformó en un pedido de extradición a Asunción.
El 4 de abril de este año, ésta fue concedida y debidamente
apelada por los sospechosos. En esta situación estaban cuando se
fugaron.
La muerte de Argaña sigue siendo la raíz de versiones y
más versiones, cada una más complicada que la otra. La base
de la acusación contra los dos fugados es la confesión de
Pablo Vera Esteche, otro delincuente que fue detenido en Paraguay en octubre
del año pasado. Vera Esteche admitió su participación
en la conspiración y mencionó como cómplices a Rojas
y Vega. Desde la clandestinidad, Rojas hizo llegar una tajante desmentida,
dijo tener pruebas de su inocencia y explicó que no se entregaba
por miedo a ser asesinado por su gobierno.
Víctor Barrios Rey, chofer de Argaña y único sobreviviente
del tiroteo, trabajó inesperadamente para la defensa: dijo que
los asesinos no eran paraguayos sino extranjeros. Muchos paraguayos,
incluyendo los hijos de Argaña, piensan que toda la acusación
contra los fugados es una manera de proteger al verdadero culpable,
el general Lino Oviedo, ahora detenido en Brasil.
Otras teorías afirman que los asesinos, contratados por Oviedo,
partieron de Ciudad del Este, la célebre localidad en la Triple
Frontera, llegaron a Asunción y realizaron el ataque. Una variante
es que los atacantes habrían sido entrenados en la también
fronteriza ciudad de Pedro Juan Caballero, de donde habrían viajado
a la capital.
LA
HISTORIA DE LA SUPERBANDA DEL GORDO VALOR
Robos, fugas y homicidios
La banda de Luis Valor siempre tuvo una habilidad especial para ganar
amigos: toda su carrera muestra indicios clarísimos de gestos policiales,
ayuditas y favores. El 12 de noviembre del año pasado, El
Gordo y varios de sus cómplices recibieron condenas de entre
14 y 20 años por homicidio en ocasión de intento de robo.
La fecha quedó marcada en la historia de la Sala II de la Cámara
de San Martín, porque al leer el fallo se armó una batahola:
los familiares de los presos, en su mayoría mujeres, armaron un
escándalo y se agarraron a golpes con los 50 policías que
custodiaban la audiencia. La batalla duró veinte minutos y dejó
hasta periodistas aporreados. Al leer sus fundamentos, los jueces hicieron
una durísima crítica de la Policía Bonaerense y ordenaron
que se abrieran causas contra un comisario y un ministro.
Me resulta asqueante intervenir en procesos donde los jueces tenemos
que determinar quiénes son los delincuentes y quiénes son
los policías, resumió el presidente del tribunal,
Martín Moreno, mientras el fiscal Luis María Chichizola
asentía enérgicamente. La investigación de las andanzas
de la superbanda había ensuciado a las brigadas de San Justo y
Morón y las muchas irregularidades habían dado pie a varios
pedidos de nulidad de prueba. El tribunal no hizo caso. Por un lado, abrió
causas contra el ya célebre comisario retirado Mario Chorizo
Rodríguez y contra su jefe supremo, el ex ministro de Seguridad
bonaerense Osvaldo Lorenzo. Por el otro, consideró probado completamente
el intento de asalto en La Reja, Moreno, del 19 de setiembre de 1994.
Las penas fueron duras. Valor y su segundo, Hugo La Garza
Sosa, recibieron 20 años cada uno. Emilio Nielsen, más abajo
en la jerarquía, recibió la misma pena por estrellar contra
una pared y lesionar al policía que lo fue a detener a su casa.
Rodolfo Cardozo, Daniel Hidalgo y Juan Monzón recibieron 18 años
cada uno. Claudio Gutiérrez recibió 17 años y Claudio
Chávez, el más junior de la banda, 14. Como todos los condenados
menos Chávez eran varias veces reincidentes, la acumulación
de penas hacía calcular que se pasarían la vida en prisión.
En julio de este año, la banda fue juzgada nuevamente, por la fuga
que realizaron seis de sus miembros de la cárcel de Villa Devoto
el 26 de junio de 1998. La escapada desató un escándalo
que les costó la carrera a varios funcionarios penitenciarios y
mostró nuevamente la habilidad de los socios de Valor en eso de
hacer contactos. El protagonista y organizador de la fuga fue Julio Pacheco,
que tuvo un cómodo traslado del penal de Casero al de Devoto gracias
a su amistad con el prefecto Alfredo Ayala, que luego llegó a ser
director general del Servicio Penitenciario Federal. La SIDE grabó
una interesante conversación telefónica donde el preso le
avisaba al prefecto del plan de fuga.
Pese al aviso, o tal vez debido a él, los seis presos se encontraron
en la sala de abogados del penal con apenas un policía de custodia.
Lo redujeron y atravesaron sin problemas tres rejas, hasta la calle. El
furcio le costó sumarios y, con el cambio de gobierno el retiro,
a toda la cúpula de Devoto. A tres de los fugados Julio Pacheco,
Sixto Albarenque y Fabián Junco les cayeron el 14 de julio
de este año condenas de entre cinco y siete años, mientras
que Gabriel Chiavasco recibió nada menos que veinte, por unificación
con otras penas. Un quinto fugado, Maximiliano Noguera, apareció
sospechosamente muerto en Caseros a principios de año. El sexto
fugado es el ahora reincidente Cabrera, que no fue juzgado con sus compañeros
y que esperaba en el departamento central de la calle Moreno su juicio.
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