Por Sergio Kiernan
Hay gente a la que le gusta nadar contra la corriente. James Petras es uno. Es un norteamericano que habla de imperialismo, que elogia las leyes sociales argentinas, que descree del neoliberalismo hasta la amargura y que nunca pierde de vista el valor de la política. Escritor, docente, investigador especializado en las desventuras del Estado latinoamericano, Petras tiene su base en la universidad del estado de Nueva York en Binghamton. Variadamente descripto como sociólogo, economista y politólogo, reniega de esos �detalles académicos� y afirma que hay que ser las tres cosas para entender �el funcionamiento del Estado�. Llegó a Argentina por primera vez hace 35 años, en los últimos días del gobierno de Arturo Illia, y no paró de volver y volver, impulsado por �los amigos y los encantos de Buenos Aires�. Su última visita, invitado por la SADE, fue para presentar otro ataque al neoliberalismo, su libro Globaloney, un título �que se mantuvo en inglés en la edición local� que es un juego de palabras traducible como �Pavadas globales�. Y también fue para seguir la crisis del Senado, que trata de poner en un contexto más amplio en esta entrevista.
�¿Qué lo impresionó de Argentina, allá en 1965?
�Ver la infraestructura de los sindicatos, los hoteles, los días de descanso, las vacaciones, la licencia de maternidad, las reivindicaciones que faltaban en los Estados Unidos. Me parecía un país muy avanzado pese a la estructura política autoritaria.
�Después de vernos en tantas etapas, ¿esta crisis le parece un signo de madurez o un retroceso?
�Siempre hay corrupción en todo sistema político, hasta en Suecia. Lo que hay que analizar es la extensión y profundidad que tiene. Para eso hay que identificar dos tipos de corrupción. En Estados Unidos no hay que pagar coimas porque los candidatos se compran en las preelecciones, en las primarias. Los grandes intereses dan fuertes sumas a ambos candidatos, ya están comprados antes de llegar al poder, no hace falta pagar coimas después y se tiene control de los poderosos comités del Congreso, que facilitan la legislación. Esto está casi normalizado. En América latina hay un elemento que cambió todo, las privatizaciones. Ellas oscurecieron mucho la distinción entre lo público y lo privado, hicieron más ambigua la diferencia entre bolsillo y Tesoro. A partir de eso, debemos entender que la corrupción en las más altas esferas del poder ya es ritual. Tenemos el caso de Alan García, el de Carlos Andrés Pérez, el de Fernando Collor de Mello, el de Carlos Salinas de Gortari, todos condenados con datos importantes. ¿Cuál es el factor característico de estos casos? No es sólo la mercantilización de la política sino también las privatizaciones, que implican un gran regalo, miles de millones de dólares que tientan a las empresas a tener un privilegio, a hacer lo que sea para asegurarse los contratos. Y cuando la ética es cómo entregar al Estado, la ética es también cómo enriquecerse. Por otro lado, la pequeña burguesía que quiere hacer fortuna no tiene los mismos canales que tenía antes para subir la escalera, porque los bancos y el gran capital extranjero cierran los caminos de ascenso. ¿Quién puede competir con las multinacionales, con las importaciones baratas? El capital que le queda es la carrera política, el apoyo popular, el hacerse elegir y desde el poder político negociar acciones, dinero, puestos. Así puede pasar de político a empresario. La corrupción en la política es una acumulación primitiva para entrar al mundo de los negocios.
�A usted la corrupción no parece preocuparle demasiado.
�No, a menos que cambiarla implique un proyecto de transformaciones sociales. En Corea del Sur, en Taiwan hay mucha corrupción, pero viene de grandes empresarios que obtienen un contrato, invierten en industria, crean empleo. Esa corrupción es como el aceite para la maquinaria económica. Aquí, la corrupción alimenta el estancamiento y la entrega. Obviamente, toda la corrupción es mala, pero hay corrupciones que tienen ventajas y otras que bloquean el crecimiento y atacan a los trabajadores.
�Y los senadores serían cómplices de este tipo de corrupción.
�Por lo menos los senadores implicados en eso, que no sólo son corruptos sino que perjudican a millones de argentinos.
�Lo novedoso del escándalo de corrupción en el Senado es el escándalo, no la corrupción. ¿Le parece un buen signo?
�Hay indignación en los medios de comunicación, hay disgusto en la gente porque esta clase política sea tan corrupta. Esto puede tener un efecto positivo si tiene una meta política, pero puede ser negativo si despolitiza a la gente, si la hace pensar ¿para qué votar, para qué participar, si son todos corruptos? Lo que para mí es realmente sorprendente es la actitud de De la Rúa, que se queda mirando y le pasa el tema al Poder Judicial, mientras que en cualquier otro país, en Europa por lo menos, el Presidente renunciaría si sus ministros estuvieran metidos en comprar senadores para implementar una política central al Gobierno. O por lo menos sus ministros tendrían el gesto de entregar la renuncia.
�¿Y por qué cree que no pasa nada de esto?
�Porque la ley laboral es fruto de un acuerdo entre el FMI y el Gobierno. Todo el proyecto viene del Ejecutivo, que tenía grandes motivaciones para conseguir este voto y la investigación del caso tiene que centrarse en los encargados de obtenerlo. La cuestión de fondo es que De la Rúa no aceptaba, como debe ocurrir en democracia, la posibilidad de perder el voto porque la gente pensara que su proyecto era demasiado extremista, demasiado contrario a la tradición argentina de tener protección laboral. Su gobierno debe aceptar la responsabilidad.
�Este gobierno, al no renunciar, pasa a ser cómplice...
�La opción sería firmar decretos de necesidad y urgencia, como Menem. En vez de corrupción, autoritarismo por decreto. ¿Qué es peor? Son dos caminos para realizar medidas que son sumamente impopulares. Cuando uno ve que les pagan a los senadores, que se cambia por decreto la Corte Suprema, que se venden empresas públicas sin consultar al Congreso, hay que preguntarse qué hay por detrás, qué es tan controvertido que no se puede discutir abiertamente, someter al voto. ¿Por qué tienen que buscar atajos, en vez de seguir el camino que marca la democracia? Porque son medidas que no podrían conseguir el apoyo del público, por eso los métodos no democráticos. Para ellos, la meta de la �reforma económica� es más importante que la democracia. Primero hay que seguir las metas del FMI y después se ve cómo se acomoda eso en la democracia. No hay que sacrificar las medidas, hay que sacrificar la democracia.
�Su gobierno es el que más apoya esto.
�No sólo lo apoya, presiona con toda la fuerza. En Estados Unidos es fácil despedir obreros, porque sólo el 8 por ciento está sindicalizado, y ése es el modelo que quieren para Latinoamérica. Para Amnesty International y America�s Watch, Estados Unidos es una dictadura en cuanto a derechos de sindicalización. Allá no hay indemnizaciones, no hay límites... ¿cómo un país atrasado del Tercer Mundo, como Argentina, va a tener leyes laborales mejores que nosotros?
�Y aquí se ve tan mal a los sindicalistas...
�Correctamente, porque no son sindicalistas sino apéndices del Estado. Hablan del movimiento obrero, pero no hay nada en movimiento: son organizaciones profundamente antidemocráticas y verticalistas que hace mucho que colaboran con las medidas que atacan a los obreros. Son como lo que llamaban sindicatos con Franco o en los países socialistas. Por fuera, hay sindicalistas disidentes que vuelven a hacer política tradicional, presionar, negociar... nada revolucionario, pero por lo menos defienden los intereses obreros. La nueva legislación va contra ellos, contra los que no son cleptócratas, que retienen cierto prestigio y respeto.
�¿Cómo ve el rol que juega el vicepresidente Alvarez en la crisis?
�No puedo opinar sobre su personalidad. Chacho tiene un doble discurso, uno para el público crítico, otro para adentro. Critica afuera, pero integra adentro, uno para satisfacer a sus bases, que son críticas, otro para funcionar en el gobierno.
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