Por
Julián Gorodischer
Este presidente no es un líder de cartón, de esos a los
que acostumbró tanto el cine estadounidense. No toma siempre las
decisiones correctas, ni propone grandes epopeyas nacionales. Por momentos
pide consejos hasta la exasperación sobre sus decisiones de Estado;
otras veces es severamente autocrítico. Exige un indulto o lo rechaza
guiado por el dictado de las encuestas y admite que a veces opera por
conveniencia. A este funcionario -.el protagonista de The West Wing
es posible espiarlo en cada uno de sus actos privados: cuando se lava
los dientes, en una confesión frente al cura, cuando dice: He
pecado. Pocos bronces resistirían ese seguimiento permanente
y él no es la excepción.
Tal vez por la carnadura que otorga Martin Sheen a su personaje, siempre
dubitativo, nunca todopoderoso, The West Wing que se
emite los domingos a las 19, por el canal Warner ganó nueve
premios Emmy, entre ellos el de Mejor serie dramática, en la entrega
de este año. Los norteamericanos la eligieron como su serie favorita,
quizás porque no debe existir nada más tentador que colarse
en los pasillos de una casa de gobierno. Alguna experiencia local (El
hombre, con Oscar Martínez en el 99) creyó que
para hablar de política en TV era necesario declarar principios
morales permanentemente, involucrando a La Patria en cada
discusión. En The West Wing no existe esa vocación
declarativa.
Un altísimo
funcionario, mano derecha del presidente, es un fiestero,
que vuelve borracho al ala oeste por las mañanas y nunca disimula
su deseo de olvidarse del trabajo para vivir su vida. El mismo líder
de la Nación da o quita sus favores, en algunos casos, movido por
la seducción que genera en él una rubia o una pelirroja,
a quienes convence de iniciar sendas carreras políticas. Cuando
pelea con su mujer, le fastidian realmente las pequeñas cosas de
todos los días, esas miserias de la convivencia que este hombre
tan pequeño como todos también padece. Y cuando eso sucede,
no existe otra cosa que la incompatibilidad de caracteres, como si ningún
destino patriótico pesara por encima de que le estén quitando
su parte de la frazada cuando duerme.
El presidente de The West Wing es un sabio mediático
con costumbres similares a las del vernáculo Mariano Grondona.
Le apasionan las etimologías y siempre tiene a mano una cita de
San Agustín para justificarse. Lo recuerda para no indultar a un
condenado a muerte por asesinato de dos personas. Deja que la condena
se cumpla y expone una larga lección sobre los principios que avalan
su abstinencia. Pero la serie es siempre más lúcida que
su héroe y no lo deja acartonarse: el gran hombre se quiebra, en
privado, cuando asume que el 70 por ciento de los estadounidenses
apoyan la pena de muerte.
La Casa Blanca de The West Wing es demasiado plural, casi
como si fuera una torre de Babel que nos representara a todos. Pero, por
suerte, la mirada es algo más que políticamente correcta:
el rabino de un secretario de Estado está arreglado con otra línea
interna para inducir acciones en su fiel. El negro es un vehemente defensor
de la justicia por mano propia, que aplicaría sin dudar a quienes
apalearon a su madre. El mismo presidente pone su cristianismo en segundo
plano apenas amenaza con ahuyentarle votos. Un ministro judío apela
a su sagrado descanso del Shabat sólo para que no lo
molesten durante el fin de semana.
Después, claro, cautiva ese frágil límite entre realidad
y ficción que la serie pone en relieve. Es cierto que no hay vocación
por el verismo en el personaje de Sheen, pero sí hay citas a presidentes
que existieron y la repro de la Casa Blanca es casi perfecta. Una vez,
el jefe oficia de guía por los pasillos, las oficinas,
el Salón Oval... Exhibe ¿irónico? cada
rincón del escenario preferido por las inquietudes sexuales de
Bill Clinton. Sólo que su alter ego de The West Wing
lo reserva sólo parareuniones de trabajo: aquí no hay ningún
paralelo para Monica Lewinsky, tal vez porque la serie no se lleva bien
con los guiños efectistas. La realidad, en materia de affaires
sexuales, supera a la ficción, y al menos en ese campo
este presidente podría recitar: Dicen que soy aburrido.
|