Occidente busca
en la derrota electoral la humillación del líder serbio
Slobodan Milosevic. Confía en que una sola jornada electoral
pueda contra el presidente de Yugoslavia lo que no consiguieron
78 días de bombas de la OTAN. La prensa, con la misma terquedad
que puso en 1999 en difundir las escenas calificadas como
bíblicas de la depuración étnica
de los albaneses en la provincia de Kosovo, celebra desde el domingo
la marea de fervor que despertó, sobre todo en Belgrado y
otros centros urbanos serbios, el triunfo del profesor nacionalista
Vojislav Kostunica. Antes de que se emitiera un solo voto, ya sabía:
1) que Milosevic había sido vencido y 2) que iba a hacer
fraude, y en gran escala. Por supuesto, en líneas generales
era cierto. Pero en la anticipación, compartida desde el
Departamento de Estado norteamericano hasta la Cancillería
alemana, se restaba legitimidad a esas mismas elecciones cuyo resultado
iba a ser exaltado como decisivo para el futuro de los Balcanes.
Con independencia de las cantidades relativas de votos que favorecieran
a Milosevic, y de los procedimientos más o menos violentos
empleados para forzar muchos de esos sufragios, existe un electorado
para el cual era sigue siendo significativo votar por
los partidos socialista y comunista tradicionales. Es precisamente
en el plano político en el cual, paradójicamente,
Milosevic conserva aún mayor poder, con prescindencia de
la también anticipada victoria de Kostunica en el ballottage
de octubre. Constitucionalmente, el mandato de Milosevic termina
recién en julio de 2001. El futuro de Montenegro es otra
incógnita. Esta república, que junto con la de Serbia
es todo lo que queda de la Yugoslavia del mariscal Tito, vive en
una secesión de facto. Su presidente, Milo Djukanovic, llamó
a la abstención en las elecciones. Los montenegrinos la respetaron,
y dieron así a comunistas y socialistas la mayoría
en el Parlamento. Las dos cámaras federales concentran más
poder que el presidente, que ni siquiera tiene a su cargo el mando
supremo de las fuerzas armadas. Los dos partidos oficialistas también
conservan en sus manos el aparato del Estado. Recién el año
que viene son las elecciones en Serbia, cuya autonomía es
enorme respecto del Estado federal. Ante esta perspectiva, la única
salida viable para los casi 20 partidos de la coalición opositora,
unidos por lazos inestables, parece algún compromiso de transición
con el socialismo y comunismo que gobernaron Yugoslavia en el último
medio siglo.
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